“Gobernar es un imposible porque se
trata de hacer desear”. De tal magnitud es la definición de
Jacques Lacan, estudiada, obviamente, más por la psicología que por el campo
político, en donde la misma pasa desapercibida u olvidada. Cuando una comunidad
se apresta a elegir (casi siempre obligada por ley y condicionada por
cuestiones económicas) a quiénes manejarán sus asuntos públicos, en verdad
ponen en juego, todos y cada uno de los integrantes, sus deseos que serán
canalizados por los candidatos (en muchos países, esta acepción de candidatos
también tiene un significante de pretendiente o enamorado que no es casual)
políticos. Volviendo a Lacan, el deseo no se cumple, sujeta al sujeto y siempre
es en relación a lo que creemos o sentimos como otro, nace desde la ausencia y
termina en ella. Esta es la razón por la cual, la política occidental
democrática, reposa en hacernos desear una organización social con libertad,
igualdad y fraternidad que nunca la cumplimentará y que ni siquiera tiene como
meta o propuesta alcanzarla, sino simple y complejamente, hacérnosla desear.
Sin embargo, la necesidad de comprender
la política bajo términos psicoanalíticos, es aún más imperiosa, para que
podamos soportar lo heredado y que podamos modificar, en el caso de que lo
deseemos, aquello que consideramos lo extraño que nos afecta y que nos segrega
hacia los márgenes de la locura.
Lo siniestro en la
política. Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que
siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante,
amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando
referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que
mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente,
bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin
que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad
abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori
planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que
resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos. La política, o los
políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la
elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal,
como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la
sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos
a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta
un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la
mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra
circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas
mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos
efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de
sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el
político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al
escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella
plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo
incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer
circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta
contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su
disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad,
cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje
desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se
evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el
mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable
que el mismo sentido de la vista.
Las democracias
occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas
arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento
permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma,
el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este
dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos
particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus
expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la
perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como
modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios
contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una
plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política
en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger,
aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política
alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias
son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan
quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política,
más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en
verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el
dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes
pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de
nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse
del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de
lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la
acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin
embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos
de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en
donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados,
a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento
que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino
porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de
aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya
llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir,
o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente
discursiva.
La política
forcluida.
Posiblemente el no
poder aceptar lo evidente, lo obvio, lo inobjetable, nos hubo de facultar al
pensamiento abstracto, a la psicosis existencial que todos padecemos de querer
rescribir con nuestros significantes, el
campo extenso de la naturaleza, que como tabula rasa, termina, develándonos,
descubriéndonos, como seres forcluidos. Consabidamente de lo psicoanalítico del
término forclusión, su origen, tanto etimológico, como en su uso, luego en el
ámbito del derecho, abona al conjunto de ideas que se desean transmitir.
Exclusión y rechazo de forma concluyente o terminante que, lingüísticamente,
psicoanalíticamente, humanísticamente no termina finalizando nunca, pues, lo
forcluido vuelve, retorna, en forma alucinatoria o no, pero regresa, se abre,
la fisura en donde ingresa la luz, que vuelve a alumbrar todo, o ponerlo en
cuestión, que en tal caso, sería lo mismo. La orfandad producto del arrojo
existencial del que somos producto o resultante, clama, implora, por salirse de
tal condición, creamos tanto dioses, como codificaciones, perspectivas,
anteojeras, figuras geométricas, números, casi todo como representación de esa
reescritura de lo que no somos, de nuestras facultades limitadas que nunca
terminamos de aceptar como tales.
El mundo es nuestro
porque no lo es, porque nunca lo ha sido, ni lo será, porque jamás lo
asimilaremos como un todo, en donde nuestro rol, es tanto nimio, como
imperceptible, por más que nos veamos impelidos a pensarnos y por sobre todo
sentirnos, como esenciales e indispensables.
La realidad paralela
que sobre-escrituramos, sobre-escribimos, es la representación que nos hacemos
del mundo, de la naturaleza, que no aceptamos, toleramos, ni soportamos tal
cual es.
Queremos creer en
trazos rectos, dentro de esa psicosis existencial que alumbramos mediante la
abstracción, tenemos alteradas todas las facultades con las que podríamos estar
en armonía y en plenitud de sentido, con nosotros y la cosa dada. Creemos ver
llover recto, al viento soplar en esa ficcional geometría, al mar romper
derecho, como desplazarse a cualquier otro ser de la naturaleza, siguiendo a
pie juntillas una línea de puntos consuetudinaria y sempiterna.
Sin ningún lugar a
dudas, sí existiese algún ser, no superior, sino con similar capacidad de
raciocinio, vernos habitar el mundo tal como lo habitamos, nos observaría dentro
de un psiquiátrico, por no decir un manicomio, con todo lo peyorativo que este
significado se forjó a lo largo de la historia.
Privados de la razón, o
al menos de esa vinculación no problemática, que nos haría mucho más armoniosa
nuestra estancia en la tierra, con la posibilidad de que todos nuestros mundos,
quepan en el mundo de lo colectivo o de lo humano, necesitamos creer que
estamos libres y facultados para vivir la experiencia humana en la plenitud y
extensividad de nuestro ser.
La huida que transformamos
en representación, la no aceptación del mundo tal cual es, nos posibilita la
construcción, el regreso, como alucinatorio, de lo ocluido, del rechazo
excluyente; nos damos una forclusión, en la que habitamos, psicótica como
plácidamente.
La forclusión se
constituye en política, cuando a la representación ontológica o existencial en
la que decidimos habitar, la volvemos a
representar, o la sobre-representamos, llamándonos ciudadanos y habilitados a
elegir, a un séquito que nos gobierne, o que tome las decisiones colectivas.
Vendría a ser algo así
como, no conformes con inventar las líneas rectas y sobreimprimirlas en la
naturaleza, tatuárnosla en nuestra cognición, a lo trazado, construcciones,
números, contabilidad y acumulación, lo hacemos aún más recto, más ficticio,
más cerrado, mas monocorde, artificial, hipostasiado en su representación,
forcluido, psicótico.
La resultante es la
democracia, apocada, abrevada, anestesiada, aterida, que reacciona bajo
estertores, regurgitando, sintomáticamente, a sus representantes (el circuito
de la representatividad se cierra aquí, habiéndose iniciado con una
representación ontológica, que luego sigue a una sobre-representación política
y finaliza en los representantes que nos devuelve la representación, como
sistema, construido) a los que cada cierto tiempo, los creemos más lejanos de
lo que en verdad están de lo que somos.
En la sinrazón en la
que decidimos soportar el arrojo a la existencia, no queremos dar cuenta de la
no traducibilidad que tiene con el mundo que habitamos, cuando el sistema de
representación (lo democrático) nos devuelve como gobernante (mediante voto
además, mediante el uso de la supuesta libertad política que nos decimos dar) a
quien exterioriza nuestras fauces más cínicas y siniestras.
No nos molesta tanto
sabernos que habitamos en la alucinación, en la forclusión política. Lo que nos
incomoda y genera displacer es dar cuenta, que todas las reimpresiones que le
dimos a la naturaleza, todas las líneas rectas, trazadas y sobre trazadas, es
decir hasta el sistema mismo que bajo nuestro invento matemático nos tendría
que alcanzar a todos o al menos que no se visibilicen a aquellos a quienes no
les alcanza o mediante quienes no tienen para que a otros les sobre, no son tan
derechas, como las pensamos, sentimos e impusimos.
Se quiebra la
alucinación, por momentos, por interregnos de lucidez, nos interpelamos acerca
de nuestra propia humanidad, y cada tanto, cuestionamos a los dictadores que
ungimos para que nos hagan vivir en esa seguridad psicótica, para lo que
incluso, perversamente, decimos actuar y por ende, hasta votar,
democráticamente.
Jacques Lacan el
introductor del término forclusión en el ámbito psicoanalítico, planteó la
estructura de la psicosis como efecto de aquello, bajo el significante del
Nombre del Padre. En nuestros términos, o reintroducción en el campo político,
ese significante es lisa y llanamente las reglas de juego.
Sea para habitar más
placenteramente nuestra alucinación, o para salir de ella (aporía que no está
en cuestión aquí) no precisamos cambiar de representantes o encontrar
modificaciones accesorias, lo que precisamos es el cambio, radical y conceptual
de nuestro ser en el mundo, tanto ontológico como, por ende, político.
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