Sea la cuarta, o la quinta (la cuarta la propusieron décadas
atrás) o el número en serie que fuere,
lo cierto es que tras las signadas por Sigmund Freud (el Heliocentrismo
Copernicano, el Darwinismo biológico y el propio psicoanálisis) e incluso
contemplando esa cuarta (que agrega la indeterminación de lo exterior a lo humano)
estamos en la parusía, en el pleno acontecer de una nueva descentralización de
la humanidad que tercamente, necesita constituirse en aquello que no es,
desnudando su condición deseante sin que por tal razón pueda arribar a
resultante alguno o específico. Que
terminemos de entender, asumir y aceptar que la política y más precisamente, la
democracia como sistema simbólico ejecutante, no hace más que horadar, percudir
y socavar la posibilidad de una sociedad, inclusiva, incluyente, que tienda a
armonizar la mayor cantidad de contrapuntos posibles, de hacer más respetuoso,
habitable y armónico nuestro mundo, y
que en virtud, del poder perverso que le hemos infligido, tiende a hacernos
creer, exactamente lo contrario, es sin duda alguna el proceso que se abrió hace un tiempo y en donde,
absortos, sorprendidos, aturdidos y alelados, seguimos intentando explicar y
con ello explicarnos.
Sin duda que se trata de una
nueva herida narcisista, sin acudir a esta en su dimensión excluyentemente
psicoanalítica (en el caso de que la tuviera) y extendiéndola en su
significación cultural, el aceptarnos; tras el aturdimiento, la conmoción, que
produce precisamente el trauma, la notificación de lo que apenas, viene de
acontecer, de suceder, de ocurrir, como capaces no sólo de haber construido,
sino seguir sosteniendo, cerradamente y sin posibilidad de discusión, al
sistema político de lo democrático, como el mejor de los posibles, como el
cenit organizativo y organizacional de lo humano, referenciado, en atributos
semánticos como la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuando, en verdad,
ha producido todo lo contrario a sus postulados, la pauperización de la
condición humana, que amenaza a tener que volver sobre sus pasos e inaugurar un
proceso de involución que la conduzca inevitablemente a una partícula
irreductible.
Asimilarnos como sujetos de
condición tal que propendemos a la segregación, al gregarismo, a la
antropofagia cultural se constituye en tal vez, en una de las asunciones de
realidad, más complejas que nos toquen atravesar. De aquí surge, la condición
imprescindiblemente necesaria que estemos en el sucedáneo mismo de la nueva
herida narcisista (está de carácter netamente político), con toda la
complejidad que acarrea el no poder tomar la distancia necesaria del trauma,
del acontecer, como para deslindar todos los aspectos, en la perspectiva más
amplia y abierta que podamos tener y por sobre todo que nos propongamos trazar,
para ver como salimos de tal situación.
Una vez finalizado los procesos, con sus terroríficos
procedimientos, de auto aniquilamiento, que produjimos en la llamada segunda
guerra mundial, a modo de redención del mismo, de situarnos más allá de aquello
que llevamos a cabo, o superlativamente distintos a lo horrífico que desandamos
en tal período como humanidad, buscamos mediante organismos políticos
internacionales, la aprobación de cartas, de compromisos, de pactos, de
enunciados, de semántica, de una actitud psicoanalítica (curar con palabras) de
sanar de nuestro horror. Devino la plenitud de lo democrático, como
apoteosis del trabajo humano en las
ciencias del espíritu, y su traducibilidad en la realidad social, en el campo
del día a día.
La democracia instaurada y a
instaurarse, luchaba contra cruentos dictadores que representaban la vieja
humanidad que ya había sido derrotada en los campos concentración y en la
explosión de la bomba atómica. Lo democrático se enfrentaba a la rémora del
fantasma de un occiso que hubo de demostrar no lo peor de nosotros mismos, tan
solo, de lo que éramos (somos) capaces de hacer (con nosotros o los otros, que
es lo mismo). Vivimos por décadas en la borrachera, en la degustación de una de
las bacanales más placenteras de la humanidad, creyendo que incluíamos, que
desterrábamos la pobreza, que nos ampliábamos al límite de poder habitar en un
mundo en donde cupieran todos los mundos posibles, todas las manifestaciones de
lo humano, sin que por ello se produzcan grandes confrontaciones ni complejidades.
La democracia cumplía
prometiendo. Afirmada en que el cumplimiento efectivo, que la finalidad
resultante, sólo era exigible a lo dictatorial, a lo autoritario, a todo
aquello de donde veníamos y lugar al que no queríamos regresar (por ende lo
transformamos en un archipiélago de excepción, en un gueto, valga la paradoja,
lo reducimos a la baldosa infernal de lo nazi) resolvía el concierto de sus
expectativas generadas, alimentando mayores esperanzas, constituyéndose en la
metafórica figura de la bola de nieve, que como alud, se desprende de lo alto
de la montaña, como un pequeño desprendimiento para terminar llevándose puesto
todo.
Capítulo aparte, como necesario,
es la condición histérica de lo democrático. Probablemente la necesidad de
curar con palabras, tras las experiencias vividas en ese mal transformado en banal,
nos condujo, a este onanismo semántico, en donde hemos escuchado a líderes
políticos, acabados de votar por las masas populares, decirnos, en plena orgía
democrática, que, precisamente, con la democracia, se curaba, se educaba y se
comía.
El desmoronarnos con lo que
pensábamos que era una parte de la montaña, el darnos cuenta que atravesamos el
comienzo del fin de una etapa, de una nueva herida narcisista a nuestra
humanidad, que nuevamente, arderá a pelo, sangrará impúdicamente, al vernos
auténticos, tal cuál somos, sin que medie, parangón espiritual, ni semántica
que nos redima, se constituirá en el ritmo de los tiempos por venir.
Ya estamos comprendiendo que la
política de mayorías, a la que previamente venimos ninguneando, tratando con
indiferencia, soslayándola como hasta algo ajeno y por ende a lo que debemos
poner e imponer distancia, cautela y porque no señalamiento, es un mecanismo,
un sistema, una forma, una metodología, para que unos pocos (sin que se trate
de una cuestión de clase, siquiera de condición) junto a su facción o
grupúsculo (que se referencian no por afinidades ideológicas o de principios,
sino por aspectos venales o de bajos instintos) se salven en términos
materiales, accedan a una posición, principalmente económica, que les permitan
el acceso a bienes de que de ningún otro modo accederían, y lo más pernicioso, que para ello, nos
tengan que decir, que lo hacen para el beneficio de una mayoría, en las cuáles
todos estaríamos incluidos, porque supuestamente esa es la definición de lo
democrático, porque discursivamente, o como víctimas de nuestra condición de
deseantes, no queremos, no creemos que podamos ser más crueles, más inhumanos
de lo que hemos sido.
Freud tomó de la mitología
Griega, la conceptualización de la herida Narcisista, vayamos al origen: En la mitología griega, Narciso (en griego,
Νάρκισσος) era un joven muy hermoso. Las doncellas se enamoraban de él, pero
éste las rechazaba. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco,
quien había disgustado a Hera y por ello ésta la había condenado a repetir las
últimas palabras de aquello que se le dijera. Por tanto, era incapaz de
hablarle a Narciso por su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el
bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntó «¿Hay alguien
aquí?», Eco respondió: «Aquí, aquí». Incapaz de verla oculta entre los árboles,
Narciso le gritó: «¡Ven!». Después de responder Eco salió de entre los árboles
con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar su amor, por lo
que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que
sólo quedó su voz. Para castigar a Narciso por su engreimiento, Némesis, la
diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en
una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen,
acabó arrojándose a las aguas. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció
una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso.
Seguir creyendo que lo democrático es lo mejor
de los sistemas posibles, o el menos malo, es seguir absortos frente al agua, a
un paso de que terminemos ahogados y traducidos, más luego, en una flor, como
puro símbolo. Dar cuenta de que podemos, aún ser peores de lo que hemos sido, y
estar a tiempo de reaccionar, nos producirá en un primer momento el dolor de
darnos cuenta de la nueva herida, pero inmediatamente después recobraremos nuestra
humanidad, reconvirtiéndonos, resignificando nuestra condición de humano, de lo
contrario, en el ensimismamiento, terminaremos en la imagen, en lo totémico, en
lo sacro de lo simbólico, que por más que sea estéticamente agradable, como una
flor, no será nunca un ser humano y por ende nos perderemos en ello o para
decirlo de un modo más contundente, perderemos nuestra condición humana
Por Francisco Tomás González
Cabañas.-
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