martes, 31 de julio de 2018

La indiferencia el arma concedida a los estultos.


Tal como narra magistralmente el danés Andersen (junto a Kierkegaard las celebridades del país desde donde la empresa Lego señorea al menos en occidente, a nivel de juguetes creativos) en uno de sus tantos,  celebrados cuentos, en este caso en el “nuevo traje del emperador”, la trama se consolida mediante el temor que profieren los incapaces,  que afectados por la inseguridad de sus límites que no reconocen, negando tales limitaciones, se enredan en las ilusiones y mentiras de otros, que a sabiendas de la impostura de estos, fabrican un mundo ficticio, en donde los estultos se creen sabios y termina todo como en el cuento, saliendo un rey desnudo a un acto público, creyendo que va con las mejores ropas, aplaudido por una cohorte de lisonjeros y lamebotas que a final del día, siquiera perciben que lo más virtuoso que poseen es tal capacidad de genuflexión y de concesiones laudatorias, para con sus reyes o amos absolutos. Esto no sería novedad, es decir no estamos, hasta ahora, agregando nada que no haya expresado, con mayor calidad, dinámica y poder de encantamiento, siglos atrás, Andersen.
La pena, irredenta, que les cabe a estos señores grises, estos don nadie, que teniendo la posibilidad de conseguirse un nombre y apellido, o dejar sus propias huellas en el sendero de la humanidad, la obturan por la supuesta seguridad o confort que les pueda llegar a dar (sensación ilusoria, además) un par de mendrugos que les sobran al amo-patrón del  que dependen en grado sumo y por el cual se aniquilan la posibilidad de ser, es precisamente esta, la de no llegar nunca a terminar de constituirse como entidades en el plano humano.
Ser indiferente es negar al otro. En la trama, compleja de la otredad, el camino más cruento es el de precisamente, censurarle la existencia, a ese que no es uno y que no se le reconoce. Para que un ser humano llegue a este extremo de agresividad, precisamente, es porque no alcanzo nunca en verdad la condición de sujeto, no tuvo la posibilidad de sentirse en plenitud consigo mismo y por ende, irradiar su humanidad o emprender la aventura de ser en sentido pleno. Ante la carencia, reacciona, con iracundia, con violencia, destilando lo peor que le han dado, que es ni más ni menos un ser mutilado, que preso de la incompletud, regurgita, el veneno que le hubieron de inocular, imposibilitándole como ser humano y vomitando, agresión mediante, la falta, lo ausente que enmarca la dimensión sideral de tal carencia.
No pasa porque el amo sometedor, juegue al esclavo cómo en la canción de la mítica banda de rock “Patricio rey y los redonditos de ricota”, dado que obrando de esta manera, existe conciencia y perversidad al esconderse en el antagonista, en reconocerlo a ese otro, desde la rivalidad de supuestamente representar, o tutelar también sus intereses.
En la indiferencia, el patronímico primigenio que coarta la libertad humana en nombre de garantizarla, despliega a millares de centuriones que van por el cometido de negar la existencia de quiénes osen pensar, cuestionar las cosas dadas o simplemente preguntar sin pedir permisos o concesiones.
El orden establecido que se sostiene en la pobreza conceptual de cada uno de sus integrantes que no se plantean el vivenciar la experiencia plena de la humanidad, riega cual vergel destinado al ocio distractivo a la jauría de cancerberos, que privados de la posibilidad de advertir la presencia de los otros, en lo único que ratifican su existencia es en su presencia tenebrosa, rendidos a los pies de quiénes los ponen en funciones y les insuflan su razón de ser.
Son los cortesanos de aquel Rey descripto por Andersen, quiénes habiendo perdido la posibilidad de construirse una identidad, a cambio de rasgar las vestiduras oficiales, tienen como objetivo no advertir la presencia de esos otros, que preguntan, pensando la verdadera razón de un ser humano en la tierra, más allá de las funciones que pueda, quiera o pretenda ejercer en el mientras tanto.
Sí existiese algún tipo de continuidad para el cuento del danés, suponiendo que pensó en que su público lector, infantil, pasase al mundo adulto, sin que esto signifique nada más que otro estadio, podríamos arriesgar que el rey, no se da cuenta que va desnudo, sino en todo caso, que todos, el resto, están desnudos y por ende, posiblemente, tal vez él.
El mejor combustible, dinamizador de la experiencia repetitiva y maquinal que practican los centuriones, desangelados y coartados en su posibilidad de ser, es el que obtienen mediante el poder, fáctico, concreto, real, de suponer que están tomando decisiones y que con tales discrecionalidades le modifican la vida a todos los que a ellos se les antoje, salvo a los que cuestionan tal supuesto poder o posibilidad, a estos lo destierran, tratándolos con indiferencia.
Cada vez, cada instancia en cada oportunidad, en que uno de estos centuriones, que estos lisonjeros del incuestionado poder, en el que reposan sus supuestas seguridades, no otorgan una firma, un derecho, un recurso, una posibilidad, a alguien que con su simple proceder u obrar, es decir con el sencillo vivir, demuestran que puede existir otra manera de ser en el mundo, temen el realizar tal cometido, para no verse desnudos, desolados y descarnados con sus propias pieles, con sus órganos, con sus genitales al viento, de los que tampoco deben estar ni conformes ni seguros, porque carecen, de valor, para tomar del destino de sus propias demostrar, y con ello, experimentar con profundidad lo que ofrece la condición humana.

   

jueves, 5 de julio de 2018

La tiranía del número o el síntoma de nuestro vacilar.



A diferencia del concepto, la cifra es indiscutible, inescrutable, inexpugnable, inapelable,  incuestionable y podríamos arriesgar, inhumana. En verdad es producto de lo humano, una suerte de reverberación, de herramienta o instrumental, que terminó, o termina,  obliterando, ocluyendo nuestras posibilidades más acabadas de entendimiento y por ende de traducibilidad (en la paradoja de haber sido alumbrado para lo contrario). Es decir, sabemos el precio de las cosas, más no así su valor, nos desesperamos por los índices macro como micro económicos, o por los indicadores numéricos que reflejarían nuestra salubridad o de que enfermedad estamos escapando, pero no cómo nos sentimos o que nos podría hacer más feliz. Creemos ser democráticos, por participar, como número, optando entre los que se nos ofrecen y obedeciendo a quién prevaleció por otro número que dictaminará su sentencia, que le pone cifra al pacto social, que se transforma en tal instancia, en una cuenta numérica.  Como sucede con los escritores, que caen en la tiranía, pese a creer habitar en el concepto. Los que se definen por la cantidad de libros que escribieron, editaron o vendieron, por la cantidad de lectores, de público que concitan sus acciones intelectuales o tertulias, convirtiéndose estos, en los tránsfugas de aquella causa, que dicen abrazar o encabezar, la del hombre como ser indiscernible de su posibilidad de pensar, como de expresar o exteriorizar estos pensamientos. Tal como la del banco, esa que nos dice, cuánto tenemos, cuantos autos, o de que año, podemos acceder, cuantos kilómetros más lejos podemos transitar, cuantas casas, terrenos, bienes muebles o inmuebles podemos ostentar, mediante ese número, que borra, acaso, lo conceptual y por ende lo más importante, nuestra noción auténtica de lo humano, como lo que no puede ser definido, ni absolutizado por un producto de nuestros propios temores, como lo es el número; un mero síntoma de nuestras vacilaciones.
En términos psicoanalíticos, o en su codificación, en su estructuración, el número es un síntoma. Para Lacan, los síntomas eran efectos del lenguaje, podríamos ajustar la significación y redefinirlo como defectos del lenguaje, es decir, lo ausente del mismo, es decir, el número. Siguiendo con lo propuesto por el autor francés, el síntoma es una manera que encuentra el sujeto de gozar. Gozar  que no es placer, sino una satisfacción paradójica que implica a las pulsiones parciales y conlleva a la vez sufrimiento.
Esto es lo que hacemos sistemáticamente, con respecto al síntoma número y sin darnos cuenta. Nos blindamos en el mismo, nos replegamos en su amparo que nos refiere a su noción de útero, que nos seduce, maternalmente, a los efectos de que no salgamos en nuestra búsqueda de realización humana. Obliterados, sujetos, atados umbilicalmente, nos privamos del placer que nos daría una humanidad realizada, por la intermediación o interdicción de ese goce, que no es más que la traducción imposible del número, que nunca nos terminará dando, aquello que buscamos que nos complete. El asirnos en la destemplanza de lo incierto, como imposibilidad, nos impele al accionar, dramático o sintomático de pretender, el imposible, de traducirnos, mediante la cifra cosificada, caemos en el reinado del goce, que nos hunde cada vez más al hacernos creer que con ello nos  estamos aferrando a algo, o construyendo una salida, un éxito (aprovechando el concepto en el inglés de exit).
El número funge síntoma e interactúa a nivel sistémico, transformando el proceso, colectivo, es decir económico, en depresivo.
La depresión económica, que se manifiesta en los índices de pobreza, de marginalidad, los desajustes financieros, como inflación, recesión, burbujas o bicicletas financieras, no son más que la depresión en sí misma, que cómo síntoma, está indicando el número,  o mejor dicho su tiranía, su accionar tiránico tal como en la lógica del amo, nos ponemos bajo él, en condición de esclavos, privándonos de nuestra posibilidad de conquista de ser por nosotros mismos, de realizarnos desde y para nuestra hábitat natural, que es el concepto, el logos, la palabra.
Quién pretendiera absolutizar el accionar filosófico, determinó que el vacilar de las cosas no es más que la revolución. Que vacilemos es señal, como síntoma, que estamos enfermos, en la paradoja que sólo los cuerpos vivos, enferman.
El número nunca cierra, nunca puede terminar de ser real. El número es lo más alocado, y poético, en el sentido peyorativo que se le da al término (sobre todo por parte de quiénes tienen todo, lo material, y muy pocas posibilidades o deseos de pensar o poetizar, que es lo mismo) que pudimos haber inventado.
El número es la muestra cabal de nuestras debilidades, de nuestros trémulos temores, de nuestra perfidia y por sobre todo, de nuestra insignificancia.