A diferencia del concepto, la
cifra es indiscutible, inescrutable, inexpugnable, inapelable, incuestionable y podríamos arriesgar,
inhumana. En verdad es producto de lo humano, una suerte de reverberación, de
herramienta o instrumental, que terminó, o termina, obliterando, ocluyendo nuestras posibilidades
más acabadas de entendimiento y por ende de traducibilidad (en la paradoja de
haber sido alumbrado para lo contrario). Es decir, sabemos el precio de las
cosas, más no así su valor, nos desesperamos por los índices macro como micro
económicos, o por los indicadores numéricos que reflejarían nuestra salubridad
o de que enfermedad estamos escapando, pero no cómo nos sentimos o que nos
podría hacer más feliz. Creemos ser democráticos, por participar, como número,
optando entre los que se nos ofrecen y obedeciendo a quién prevaleció por otro
número que dictaminará su sentencia, que le pone cifra al pacto social, que se
transforma en tal instancia, en una cuenta numérica. Como sucede con los escritores, que caen en la
tiranía, pese a creer habitar en el concepto. Los que se definen por la
cantidad de libros que escribieron, editaron o vendieron, por la cantidad de
lectores, de público que concitan sus acciones intelectuales o tertulias,
convirtiéndose estos, en los tránsfugas de aquella causa, que dicen abrazar o
encabezar, la del hombre como ser indiscernible de su posibilidad de pensar,
como de expresar o exteriorizar estos pensamientos. Tal como la del banco, esa
que nos dice, cuánto tenemos, cuantos autos, o de que año, podemos acceder,
cuantos kilómetros más lejos podemos transitar, cuantas casas, terrenos, bienes
muebles o inmuebles podemos ostentar, mediante ese número, que borra, acaso, lo
conceptual y por ende lo más importante, nuestra noción auténtica de lo humano,
como lo que no puede ser definido, ni absolutizado por un producto de nuestros propios
temores, como lo es el número; un mero síntoma de nuestras vacilaciones.
En términos psicoanalíticos, o en
su codificación, en su estructuración, el número es un síntoma. Para Lacan, los
síntomas eran efectos del lenguaje, podríamos ajustar la significación y
redefinirlo como defectos del lenguaje, es decir, lo ausente del mismo, es
decir, el número. Siguiendo con lo propuesto por el autor francés, el síntoma
es una manera que encuentra el sujeto de gozar. Gozar que no es placer, sino una satisfacción
paradójica que implica a las pulsiones parciales y conlleva a la vez
sufrimiento.
Esto es lo que hacemos
sistemáticamente, con respecto al síntoma número y sin darnos cuenta. Nos
blindamos en el mismo, nos replegamos en su amparo que nos refiere a su noción
de útero, que nos seduce, maternalmente, a los efectos de que no salgamos en
nuestra búsqueda de realización humana. Obliterados, sujetos, atados
umbilicalmente, nos privamos del placer que nos daría una humanidad realizada,
por la intermediación o interdicción de ese goce, que no es más que la
traducción imposible del número, que nunca nos terminará dando, aquello que
buscamos que nos complete. El asirnos en la destemplanza de lo incierto, como
imposibilidad, nos impele al accionar, dramático o sintomático de pretender, el
imposible, de traducirnos, mediante la cifra cosificada, caemos en el reinado
del goce, que nos hunde cada vez más al hacernos creer que con ello nos estamos aferrando a algo, o construyendo una
salida, un éxito (aprovechando el concepto en el inglés de exit).
El número funge síntoma e
interactúa a nivel sistémico, transformando el proceso, colectivo, es decir
económico, en depresivo.
La depresión económica, que se
manifiesta en los índices de pobreza, de marginalidad, los desajustes
financieros, como inflación, recesión, burbujas o bicicletas financieras, no
son más que la depresión en sí misma, que cómo síntoma, está indicando el
número, o mejor dicho su tiranía, su
accionar tiránico tal como en la lógica del amo, nos ponemos bajo él, en
condición de esclavos, privándonos de nuestra posibilidad de conquista de ser
por nosotros mismos, de realizarnos desde y para nuestra hábitat natural, que
es el concepto, el logos, la palabra.
Quién pretendiera absolutizar el
accionar filosófico, determinó que el vacilar de las cosas no es más que la
revolución. Que vacilemos es señal, como síntoma, que estamos enfermos, en la
paradoja que sólo los cuerpos vivos, enferman.
El número nunca cierra, nunca
puede terminar de ser real. El número es lo más alocado, y poético, en el
sentido peyorativo que se le da al término (sobre todo por parte de quiénes
tienen todo, lo material, y muy pocas posibilidades o deseos de pensar o
poetizar, que es lo mismo) que pudimos haber inventado.
El número es la muestra cabal de
nuestras debilidades, de nuestros trémulos temores, de nuestra perfidia y por
sobre todo, de nuestra insignificancia.
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