viernes, 16 de diciembre de 2016

El malestar en los asuntos políticos y su condición siniestra.

El título hace referencia a dos de los textos más logrados de Sigmund Freud, el primero de ellos por su poder de síntesis y claridad conceptual, va tras la finalidad del ser humano en su doble meta de alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento, generalmente se lo traduce como malestar en la cultura o la civilización, y una conclusión bien podría ser; lo que sacrificamos en pos de no sufrir y la pregunta sí para evitar dolor, acaso no postergamos la felicidad. En nuestra política cotidiana sucede lo mismo, ¿acaso a expensas de evitar caer en autoritarismos, en regímenes absolutistas, no estamos absteniéndonos de tener o de exigir una democracia más representativa? O ¿Qué representa esta democracia? En el segundo de los casos Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante, amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente, bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos.
Para los que no son lectores especializados y para ciertos incautos, aclaramos que la cita que hacemos a continuación no quiere, ni tiene por objetivo, destacar lo sustancial del texto de Freud, sino lo que consideramos que es atinente a lo que deseamos transmitir en el artículo, Sigmund se pregunta y pregunta: “¿Por ventura no significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar en considerable número los años de vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos científicos y técnicos, aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocarril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal, y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar máxima prudencia en la procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cambio hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación?
 Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como la parte que en ello tenían sus condiciones culturales”.
Se nos dice que la democracia, en el período electoral, es la manifestación por antonomasia de la libertad política, dado que cada cierto tiempo podemos elegir a quiénes nos gobiernen.
La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente discursiva.



lunes, 12 de diciembre de 2016

Fronterizos de la política.

Los que antes te vendía indulgencias, ahora te venden democracia, con inclusión social, exclusión de la pobreza y seguridad en todos los sentidos, como si esto se pudiese lograr sin estar verdadera o psíquicamente fuera de realidad. Sin embargo los que trabajan en estructurar formas superadoras en el corpus social, son poco más que estigmatizados por expresar en el pensamiento la diferencia, que es ni más ni menos que la movilidad humana del raciocinio, para que la humanidad sea tal. Quienes habitan en los márgenes de la cordura colectiva (es decir quiénes no viven como el común, sino en la orgía de los excesos y las prerrogativas materiales y de todo tipo) sin embargo, se acusan entre ellos mismos de no tener la suficiente ropa en el bolso, a modo de metáfora como para caracterizarse negativamente como locos o fronterizos, temibles, de la política,

Aún existen ciertas células, anómalas que el corpus social, no logra domesticar, ponerlas al costado, o mejor dicho en el sótano de su embestida, que por más que cada tanto se las critique, no deja de ser un vagón, o varios vagones, de un único tren que nos da desigualdad e injusticias, pero también una supuesta certeza, de que tenemos un norte, de que vamos a un lugar, por más que no sea acá. La incomprensible, inentendible e inconfesable pretensión de ciertos díscolos, que plantean lo implanteable, lo que no está en la “agenda”, es la necesaria confirmación de la regla, de que el sistema que nos cobija, es tan amplio en sus libertades que ni siquiera repara en dar internación a estos locos sociales, a los que sentencia a la indiferencia absoluta para que decaigan en sus pretensiones, ni siquiera porque sean peligrosos, simplemente porque no se adecúan, no se disciplinan, no se alinean, forman parte a su manera, y eso no debe ser así, pues debe existir una sola manera, el resto de maneras, o de pretensiones de maneras, debe ser erradicada en el compendio de lo “normal”.  
El gran poeta Friedrich Hölderlin  termino loco, como otro Friedrich, alemán también,  Nietzsche (Uno persiguiendo una deidad griega, el otro abrazado a un caballo) como tantos otros, locos anónimos o suprimidos por una sociedad cruel y refractaria, el límite, el margen, la frontera, es la clave, la parusía del interprete que vela por el cambio sin que ser considerado una bestia, el político con ideas, vanguardista, que señala el camino, ni más ni menos. “He sentido el viento del ala de la locura” expresaba Hölderlin,  según piensa el Ingeniero y Filósofo  Paniker “Un  hombre libre queda relativamente inafectado por todo cuanto le sucede, desgracias incluidas. Dispone de un margen. Frente a un contratiempo, sabe que este margen le permite escapar al condicionamiento automático; sabe que de el depende que pueda desesperarse o echarse a reír; sabe que la mas profunda espontaneidad no arranca de nada.


La última identificación de un hombre libre trasciende al sistema de signos que llamamos mundo. El ser del hombre no puede comprenderse sin la locura, y la locura se encuentra en la frontera de la libertad. Los seres humanos parece que no existamos en tanto no aparezcamos en los medios de comunicación. Los nuevos rapsodas son los periodistas. La fama, la proporcionan los medios. Es una fama intrínsecamente efímera. El pensamiento débil nos deja a merced de los caprichos de la moda. Se cultiva ante todo la apariencia. Se sospecha que la realidad no esta en ninguna parte. Pero cuando la realidad se esfuma, también la apariencia se esfuma. Este es el meollo de lo efímero. Los medios de comunicación, con su inherente relativismo cultural, forman parte de un paisaje de discursos heterogéneos donde todo cobra el aspecto de la fragmentación, provisionalidad, vacío, eclecticismo. Bien; no importa. El nihilismo consumado del pensar postmoderno nos abre así lo místico”.

Vamos a nuestro texto “Lo Normal y la locura visto desde lo político y lo social”; para encontrar ese margen entre una locura posiblemente individual una falla si se quiere más genotipal u orgánica, a diferencia del empuje de lo social como secularización de la locura, como segmento de lo diferente, de lo otro del que carece del poder y lo pretende, lo que esta fuera de lo establecido.

Todo acontecimiento que involucre al individuo como ser social, debe ser analizado desde ópticas que contengan el conjunto de manifestaciones que hacen a la problemática A partir de este sagrado principio intentaremos interpretar de que manera en la actualidad, nominada cuasi universalmente como postmodernismo, (es decir aquello que está más allá de la moda o realizando una visión más historicista, lo que supera a lo moderno, creemos que inferir que este intento de superación; que está dado básicamente por la infinitesimalidad de los conceptos o una abrumadora contingencia dada para la elucubración de los principios que permiten el desarrollo de un sinnúmero de creaciones, sean científicas o de cualquier índole, pueden desviar nuestro objeto de análisis pero no por ello dejamos de esbozar un breve comentario a algo trascendente) en donde las visiones a cerca de las enfermedades mentales caen en bruscas confusiones, no sólo desde el abordaje profesional sino desde un amplio espectro social, en donde lo más problemático sea quizá en que hoy el concepto normalidad padece de una seria patología innata, agravada por una terrible infección adquirida.



A modo de agrupar con mayor precisión técnica y de comenzar con el análisis, nuestro propósito es el de; analizar la normalidad a través del pensamiento y el lenguaje (no sólo como procesos fisiológicos) ateniéndonos a una realidad social determinada (optamos por la Grecia Antigua, básicamente por su condición de generadora de las ciencias más abarcadoras) con el fin del que el lector traslade (con su pensamiento) y transmita (por intermedio del lenguaje en el sentido más amplio) sus conclusiones para diagnosticar con fehaciente precisión el estado actual del término normalidad.

El término normalidad debe su raíz al griego nomos, que expresa un significado de regla o norma, se encuentra fuertemente enraizado en una idea de ordenamiento social o para seguir con el griego de sofrosyne. Es de vital importancia considerar la fuerte dependencia que este vocablo posee con respecto a lo social, es decir su fuerte distanciamiento con lo individual. De esta manera nos encontramos con una aporía de gran antigüedad, la cuestión de la acción personal en cuanto a la interacción social.
Al situar este conflicto debemos dar un primer paso elemental , el hecho de descartar las patologías referentes tanto a la construcción del pensamiento (sea bradipsiquia, tradipsiquia etc) como a la forma ( ideas fuertemente arraigadas, ideas delirantes) ya que nuestro objeto de análisis pertenece a una esfera más general que el simple hecho de interpretar las condiciones particulares de lo que trata nuestra hermenéutica, es decir el considerar todas las perspectivas individuales bajo una crítica precisamente de todo lo que engloba a aquellas, es decir lo que significa realmente un estado de normalidad.
Al abordar la problemática in situ nos enfrentamos a otro particular inconveniente, el de considerar la causa, como condición necesaria, en un sentido Aristotélico que nos revele la génesis misma de lo que se muestra como pensamiento canalizado en lenguaje.
Los caminos son claros pero intrincados ya que nuestro planteamiento no puede recurrir a argumentos empíricos por la simple cuestión de que nuestro objeto es una construcción del sujeto que termina siendo objeto del primero.
Es de vital importancia nombrar de que manera el determinismo genético se encuentra entrelazado con el idealismo que plantea un concepto de libertad, dentro de este campo lindante con lo filosófico es necesario aclarar estas arduas cuestiones.
Lev Vygotsky (en su texto Pensamiento y lenguaje) critica tanto a Piaget (en su idea de pensamientos encadenados que parten desde el autista no verbal al habla socializada y al pensamiento lógico) como a Willian Stern (con su idea de personalismo) ya que dejan de helado las raíces genéticas del pensamiento y el habla y basan sus presupuestos en pruebas fácticas observables, el primero, y en construcciones teóricas, el segundo. Esta crítica no nos sirve dentro de nuestras consideraciones, ya que si bien, comprobado es el hecho de que las formaciones genotipales influyen directamente en una futura construcción de personalidad, resulta imposible predecir las modificaciones que podría ejercer el factor social, de esta manera nuestro circularidad de objeto–sujeto necesita una interpretación teórica, ya que la formación conceptual del término normalidad trasciende los límites fisiológicos y empíricos, trastornando tanto su ambigüedad en la definición como su abarcabilidad en la práctica.
Por tanto, y no es el caso de realizar un texto académico, no queda más que establecer con claridad meridiana, que desde un inicio y por todo el transcurso de los diferentes formas de concepciones filosóficas de la humanidad, la normalidad, hasta incluso asociada a lo orgánico o medicinal, (sobre todo después de Foucault), no deja de ser más que una etiqueta, utilizada por sistemas de poder, que imponen, cuando no, por discursos únicos, en realidad lo que debe ser (y no en el sentido Kantiano, sino sistémico) y no lo que es, desde un sujeto, que puede, pensar, amar, sentir y modificar sus propios parámetros como los ajenos, sosteniendo la construcción de lo no-normal o en realidad lo no establecido, que es ni más ni menos, que la consideración de la locura, por parte de los otros dominantes, pero que se traduce en el grito humano de la libertad en su máxima expresión, generando a su vez, expectativas hacia un futuro que se salga de lo establecido, permitido y normal.

El no normal, es un transformador innato, que debe cargar con la etiqueta negativa en su presente coyuntural, pero debe esforzarse por sostener sus principios e innovaciones a los efectos de apostar, no ya por él mismo, sino por parte de la humanidad que lo trasvasa, a un futuro probable y posible, donde las cosas se vean, se sientan, se lean y se interpreten, diferente.
En conclusión, dado que la idea es atribular de elementos positivos a quiénes pretendan un cambio para mejor, como síntesis podemos ofrecer a todos aquellos que tuvieron la posibilidad de leer el presente texto, pero no se dieron ni se dan la oportunidad de pensar; para los que tienen la posibilidad de transformar tantas cosas y se quedan en la pequeña, para los que el azar y la oportunidad los depósito en el lugar en donde sólo dejarán pasar el tiempo que los vuelva a su pútrida realidad, para los que hoy ostentan glorias ajenas y obedientes a la inercia, la cuestión es tan simple y compleja, cómo el canto de un pájaro que se pierde en la inmensidad del cielo o como el grito libertario que deja su huella en la historia de la humanidad, el peso de la pluma que destruye la fortaleza del arma más sofisticada, sólo se empuña en manos que sepan destilar la sagrada tinta, por más que por cierto tiempo estén manipuladas por torpes y toscas muñecas, un proceso tan natural y lógico, que esconde la mística y la belleza, cuando, luego de varios intentos, finalmente cae, seducida y embelesada en las falanges adecuadas, para que la historia continúe su excelsa escritura, liberada ya de las comas inexistentes y burdas, por más que sean necesarias. 

viernes, 9 de diciembre de 2016

La política al diván.


“Gobernar es un imposible porque se trata de hacer desear”. De tal magnitud es la definición de Jacques Lacan, estudiada, obviamente, más por la psicología que por el campo político, en donde la misma pasa desapercibida u olvidada. Cuando una comunidad se apresta a elegir (casi siempre obligada por ley y condicionada por cuestiones económicas) a quiénes manejarán sus asuntos públicos, en verdad ponen en juego, todos y cada uno de los integrantes, sus deseos que serán canalizados por los candidatos (en muchos países, esta acepción de candidatos también tiene un significante de pretendiente o enamorado que no es casual) políticos. Volviendo a Lacan, el deseo no se cumple, sujeta al sujeto y siempre es en relación a lo que creemos o sentimos como otro, nace desde la ausencia y termina en ella. Esta es la razón por la cual, la política occidental democrática, reposa en hacernos desear una organización social con libertad, igualdad y fraternidad que nunca la cumplimentará y que ni siquiera tiene como meta o propuesta alcanzarla, sino simple y complejamente, hacérnosla desear. Sin embargo, la  necesidad de comprender la política bajo términos psicoanalíticos, es aún más imperiosa, para que podamos soportar lo heredado y que podamos modificar, en el caso de que lo deseemos, aquello que consideramos lo extraño que nos afecta y que nos segrega hacia los márgenes de la locura. 
Lo siniestro en la política. Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante, amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente, bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos. La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente discursiva.

La política forcluida. 
Posiblemente el no poder aceptar lo evidente, lo obvio, lo inobjetable, nos hubo de facultar al pensamiento abstracto, a la psicosis existencial que todos padecemos de querer rescribir con  nuestros significantes, el campo extenso de la naturaleza, que como tabula rasa, termina, develándonos, descubriéndonos, como seres forcluidos. Consabidamente de lo psicoanalítico del término forclusión, su origen, tanto etimológico, como en su uso, luego en el ámbito del derecho, abona al conjunto de ideas que se desean transmitir. Exclusión y rechazo de forma concluyente o terminante que, lingüísticamente, psicoanalíticamente, humanísticamente no termina finalizando nunca, pues, lo forcluido vuelve, retorna, en forma alucinatoria o no, pero regresa, se abre, la fisura en donde ingresa la luz, que vuelve a alumbrar todo, o ponerlo en cuestión, que en tal caso, sería lo mismo. La orfandad producto del arrojo existencial del que somos producto o resultante, clama, implora, por salirse de tal condición, creamos tanto dioses, como codificaciones, perspectivas, anteojeras, figuras geométricas, números, casi todo como representación de esa reescritura de lo que no somos, de nuestras facultades limitadas que nunca terminamos de aceptar como tales.
El mundo es nuestro porque no lo es, porque nunca lo ha sido, ni lo será, porque jamás lo asimilaremos como un todo, en donde nuestro rol, es tanto nimio, como imperceptible, por más que nos veamos impelidos a pensarnos y por sobre todo sentirnos, como esenciales e indispensables.
La realidad paralela que sobre-escrituramos, sobre-escribimos, es la representación que nos hacemos del mundo, de la naturaleza, que no aceptamos, toleramos, ni soportamos tal cual es.
Queremos creer en trazos rectos, dentro de esa psicosis existencial que alumbramos mediante la abstracción, tenemos alteradas todas las facultades con las que podríamos estar en armonía y en plenitud de sentido, con nosotros y la cosa dada. Creemos ver llover recto, al viento soplar en esa ficcional geometría, al mar romper derecho, como desplazarse a cualquier otro ser de la naturaleza, siguiendo a pie juntillas una línea de puntos consuetudinaria y sempiterna.
Sin ningún lugar a dudas, sí existiese algún ser, no superior, sino con similar capacidad de raciocinio, vernos habitar el mundo tal como lo habitamos, nos observaría dentro de un psiquiátrico, por no decir un manicomio, con todo lo peyorativo que este significado se forjó a lo largo de la historia.
Privados de la razón, o al menos de esa vinculación no problemática, que nos haría mucho más armoniosa nuestra estancia en la tierra, con la posibilidad de que todos nuestros mundos, quepan en el mundo de lo colectivo o de lo humano, necesitamos creer que estamos libres y facultados para vivir la experiencia humana en la plenitud y extensividad de nuestro ser.
La huida que transformamos en representación, la no aceptación del mundo tal cual es, nos posibilita la construcción, el regreso, como alucinatorio, de lo ocluido, del rechazo excluyente; nos damos una forclusión, en la que habitamos, psicótica como plácidamente.
La forclusión se constituye en política, cuando a la representación ontológica o existencial en la que decidimos habitar, la volvemos  a representar, o la sobre-representamos, llamándonos ciudadanos y habilitados a elegir, a un séquito que nos gobierne, o que tome las decisiones colectivas.
Vendría a ser algo así como, no conformes con inventar las líneas rectas y sobreimprimirlas en la naturaleza, tatuárnosla en nuestra cognición, a lo trazado, construcciones, números, contabilidad y acumulación, lo hacemos aún más recto, más ficticio, más cerrado, mas monocorde, artificial, hipostasiado en su representación, forcluido, psicótico.
La resultante es la democracia, apocada, abrevada, anestesiada, aterida, que reacciona bajo estertores, regurgitando, sintomáticamente, a sus representantes (el circuito de la representatividad se cierra aquí, habiéndose iniciado con una representación ontológica, que luego sigue a una sobre-representación política y finaliza en los representantes que nos devuelve la representación, como sistema, construido) a los que cada cierto tiempo, los creemos más lejanos de lo que en verdad están de lo que somos.
En la sinrazón en la que decidimos soportar el arrojo a la existencia, no queremos dar cuenta de la no traducibilidad que tiene con el mundo que habitamos, cuando el sistema de representación (lo democrático) nos devuelve como gobernante (mediante voto además, mediante el uso de la supuesta libertad política que nos decimos dar) a quien exterioriza nuestras fauces más cínicas y siniestras.
No nos molesta tanto sabernos que habitamos en la alucinación, en la forclusión política. Lo que nos incomoda y genera displacer es dar cuenta, que todas las reimpresiones que le dimos a la naturaleza, todas las líneas rectas, trazadas y sobre trazadas, es decir hasta el sistema mismo que bajo nuestro invento matemático nos tendría que alcanzar a todos o al menos que no se visibilicen a aquellos a quienes no les alcanza o mediante quienes no tienen para que a otros les sobre, no son tan derechas, como las pensamos, sentimos e impusimos.    
Se quiebra la alucinación, por momentos, por interregnos de lucidez, nos interpelamos acerca de nuestra propia humanidad, y cada tanto, cuestionamos a los dictadores que ungimos para que nos hagan vivir en esa seguridad psicótica, para lo que incluso, perversamente, decimos actuar y por ende, hasta votar, democráticamente.
Jacques Lacan el introductor del término forclusión en el ámbito psicoanalítico, planteó la estructura de la psicosis como efecto de aquello, bajo el significante del Nombre del Padre. En nuestros términos, o reintroducción en el campo político, ese significante es lisa y llanamente las reglas de juego.
Sea para habitar más placenteramente nuestra alucinación, o para salir de ella (aporía que no está en cuestión aquí) no precisamos cambiar de representantes o encontrar modificaciones accesorias, lo que precisamos es el cambio, radical y conceptual de nuestro ser en el mundo, tanto ontológico como, por ende, político.
 





miércoles, 7 de diciembre de 2016

En el sucedáneo de una nueva herida narcisista.


Sea la cuarta, o la quinta (la cuarta la propusieron décadas atrás)  o el número en serie que fuere, lo cierto es que tras las signadas por Sigmund Freud (el Heliocentrismo Copernicano, el Darwinismo biológico y el propio psicoanálisis) e incluso contemplando esa cuarta (que agrega la indeterminación de lo exterior a lo humano) estamos en la parusía, en el pleno acontecer de una nueva descentralización de la humanidad que tercamente, necesita constituirse en aquello que no es, desnudando su condición deseante sin que por tal razón pueda arribar a resultante alguno o específico.  Que terminemos de entender, asumir y aceptar que la política y más precisamente, la democracia como sistema simbólico ejecutante, no hace más que horadar, percudir y socavar la posibilidad de una sociedad, inclusiva, incluyente, que tienda a armonizar la mayor cantidad de contrapuntos posibles, de hacer más respetuoso, habitable y armónico nuestro mundo,  y que en virtud, del poder perverso que le hemos infligido, tiende a hacernos creer, exactamente lo contrario, es sin duda alguna el proceso  que se abrió hace un tiempo y en donde, absortos, sorprendidos, aturdidos y alelados, seguimos intentando explicar y con ello explicarnos.
Sin duda que se trata de una nueva herida narcisista, sin acudir a esta en su dimensión excluyentemente psicoanalítica (en el caso de que la tuviera) y extendiéndola en su significación cultural, el aceptarnos; tras el aturdimiento, la conmoción, que produce precisamente el trauma, la notificación de lo que apenas, viene de acontecer, de suceder, de ocurrir, como capaces no sólo de haber construido, sino seguir sosteniendo, cerradamente y sin posibilidad de discusión, al sistema político de lo democrático, como el mejor de los posibles, como el cenit organizativo y organizacional de lo humano, referenciado, en atributos semánticos como la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuando, en verdad, ha producido todo lo contrario a sus postulados, la pauperización de la condición humana, que amenaza a tener que volver sobre sus pasos e inaugurar un proceso de involución que la conduzca inevitablemente a una partícula irreductible.
Asimilarnos como sujetos de condición tal que propendemos a la segregación, al gregarismo, a la antropofagia cultural se constituye en tal vez, en una de las asunciones de realidad, más complejas que nos toquen atravesar. De aquí surge, la condición imprescindiblemente necesaria que estemos en el sucedáneo mismo de la nueva herida narcisista (está de carácter netamente político), con toda la complejidad que acarrea el no poder tomar la distancia necesaria del trauma, del acontecer, como para deslindar todos los aspectos, en la perspectiva más amplia y abierta que podamos tener y por sobre todo que nos propongamos trazar, para ver como salimos de tal situación.
 Una vez finalizado los procesos, con sus terroríficos procedimientos, de auto aniquilamiento, que produjimos en la llamada segunda guerra mundial, a modo de redención del mismo, de situarnos más allá de aquello que llevamos a cabo, o superlativamente distintos a lo horrífico que desandamos en tal período como humanidad, buscamos mediante organismos políticos internacionales, la aprobación de cartas, de compromisos, de pactos, de enunciados, de semántica, de una actitud psicoanalítica (curar con palabras) de sanar de nuestro horror. Devino la plenitud de lo democrático, como apoteosis  del trabajo humano en las ciencias del espíritu, y su traducibilidad en la realidad social, en el campo del día a día.
La democracia instaurada y a instaurarse, luchaba contra cruentos dictadores que representaban la vieja humanidad que ya había sido derrotada en los campos concentración y en la explosión de la bomba atómica. Lo democrático se enfrentaba a la rémora del fantasma de un occiso que hubo de demostrar no lo peor de nosotros mismos, tan solo, de lo que éramos (somos) capaces de hacer (con nosotros o los otros, que es lo mismo). Vivimos por décadas en la borrachera, en la degustación de una de las bacanales más placenteras de la humanidad, creyendo que incluíamos, que desterrábamos la pobreza, que nos ampliábamos al límite de poder habitar en un mundo en donde cupieran todos los mundos posibles, todas las manifestaciones de lo humano, sin que por ello se produzcan grandes confrontaciones ni complejidades.
La democracia cumplía prometiendo. Afirmada en que el cumplimiento efectivo, que la finalidad resultante, sólo era exigible a lo dictatorial, a lo autoritario, a todo aquello de donde veníamos y lugar al que no queríamos regresar (por ende lo transformamos en un archipiélago de excepción, en un gueto, valga la paradoja, lo reducimos a la baldosa infernal de lo nazi) resolvía el concierto de sus expectativas generadas, alimentando mayores esperanzas, constituyéndose en la metafórica figura de la bola de nieve, que como alud, se desprende de lo alto de la montaña, como un pequeño desprendimiento para terminar llevándose puesto todo.
Capítulo aparte, como necesario, es la condición histérica de lo democrático. Probablemente la necesidad de curar con palabras, tras las experiencias vividas en ese mal transformado en banal, nos condujo, a este onanismo semántico, en donde hemos escuchado a líderes políticos, acabados de votar por las masas populares, decirnos, en plena orgía democrática, que, precisamente, con la democracia, se curaba, se educaba y se comía.
El desmoronarnos con lo que pensábamos que era una parte de la montaña, el darnos cuenta que atravesamos el comienzo del fin de una etapa, de una nueva herida narcisista a nuestra humanidad, que nuevamente, arderá a pelo, sangrará impúdicamente, al vernos auténticos, tal cuál somos, sin que medie, parangón espiritual, ni semántica que nos redima, se constituirá en el ritmo de los tiempos por venir.
Ya estamos comprendiendo que la política de mayorías, a la que previamente venimos ninguneando, tratando con indiferencia, soslayándola como hasta algo ajeno y por ende a lo que debemos poner e imponer distancia, cautela y porque no señalamiento, es un mecanismo, un sistema, una forma, una metodología, para que unos pocos (sin que se trate de una cuestión de clase, siquiera de condición) junto a su facción o grupúsculo (que se referencian no por afinidades ideológicas o de principios, sino por aspectos venales o de bajos instintos) se salven en términos materiales, accedan a una posición, principalmente económica, que les permitan el acceso a bienes de que de ningún otro modo accederían,  y lo más pernicioso, que para ello, nos tengan que decir, que lo hacen para el beneficio de una mayoría, en las cuáles todos estaríamos incluidos, porque supuestamente esa es la definición de lo democrático, porque discursivamente, o como víctimas de nuestra condición de deseantes, no queremos, no creemos que podamos ser más crueles, más inhumanos de lo que hemos sido.
Freud tomó de la mitología Griega, la conceptualización de la herida Narcisista, vayamos al origen:  En la mitología griega, Narciso (en griego, Νάρκισσος) era un joven muy hermoso. Las doncellas se enamoraban de él, pero éste las rechazaba. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a Hera y por ello ésta la había condenado a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Por tanto, era incapaz de hablarle a Narciso por su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntó «¿Hay alguien aquí?», Eco respondió: «Aquí, aquí». Incapaz de verla oculta entre los árboles, Narciso le gritó: «¡Ven!». Después de responder Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar su amor, por lo que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que sólo quedó su voz. Para castigar a Narciso por su engreimiento, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen, acabó arrojándose a las aguas. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso. 
 Seguir creyendo que lo democrático es lo mejor de los sistemas posibles, o el menos malo, es seguir absortos frente al agua, a un paso de que terminemos ahogados y traducidos, más luego, en una flor, como puro símbolo. Dar cuenta de que podemos, aún ser peores de lo que hemos sido, y estar a tiempo de reaccionar, nos producirá en un primer momento el dolor de darnos cuenta de la nueva herida, pero inmediatamente después recobraremos nuestra humanidad, reconvirtiéndonos, resignificando nuestra condición de humano, de lo contrario, en el ensimismamiento, terminaremos en la imagen, en lo totémico, en lo sacro de lo simbólico, que por más que sea estéticamente agradable, como una flor, no será nunca un ser humano y por ende nos perderemos en ello o para decirlo de un modo más contundente, perderemos nuestra condición humana

Por Francisco Tomás González Cabañas.-