viernes, 16 de diciembre de 2016

El malestar en los asuntos políticos y su condición siniestra.

El título hace referencia a dos de los textos más logrados de Sigmund Freud, el primero de ellos por su poder de síntesis y claridad conceptual, va tras la finalidad del ser humano en su doble meta de alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento, generalmente se lo traduce como malestar en la cultura o la civilización, y una conclusión bien podría ser; lo que sacrificamos en pos de no sufrir y la pregunta sí para evitar dolor, acaso no postergamos la felicidad. En nuestra política cotidiana sucede lo mismo, ¿acaso a expensas de evitar caer en autoritarismos, en regímenes absolutistas, no estamos absteniéndonos de tener o de exigir una democracia más representativa? O ¿Qué representa esta democracia? En el segundo de los casos Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante, amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente, bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos.
Para los que no son lectores especializados y para ciertos incautos, aclaramos que la cita que hacemos a continuación no quiere, ni tiene por objetivo, destacar lo sustancial del texto de Freud, sino lo que consideramos que es atinente a lo que deseamos transmitir en el artículo, Sigmund se pregunta y pregunta: “¿Por ventura no significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar en considerable número los años de vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos científicos y técnicos, aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocarril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal, y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar máxima prudencia en la procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cambio hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación?
 Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como la parte que en ello tenían sus condiciones culturales”.
Se nos dice que la democracia, en el período electoral, es la manifestación por antonomasia de la libertad política, dado que cada cierto tiempo podemos elegir a quiénes nos gobiernen.
La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente discursiva.



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