El título hace
referencia a dos de los textos más logrados de Sigmund Freud, el primero de
ellos por su poder de síntesis y claridad conceptual, va tras la finalidad del
ser humano en su doble meta de alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento,
generalmente se lo traduce como malestar en la cultura o la civilización, y una
conclusión bien podría ser; lo que sacrificamos en pos de no sufrir y la
pregunta sí para evitar dolor, acaso no postergamos la felicidad. En nuestra política
cotidiana sucede lo mismo, ¿acaso a expensas de evitar caer en autoritarismos,
en regímenes absolutistas, no estamos absteniéndonos de tener o de exigir una
democracia más representativa? O ¿Qué representa esta democracia? En el segundo
de los casos Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello
que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante,
amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando
referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que
mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente,
bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin
que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad
abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori
planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que
resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos.
Para los que no son
lectores especializados y para ciertos incautos, aclaramos que la cita que
hacemos a continuación no quiere, ni tiene por objetivo, destacar lo sustancial
del texto de Freud, sino lo que consideramos que es atinente a lo que deseamos
transmitir en el artículo, Sigmund se pregunta y pregunta: “¿Por ventura no
significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente
la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun
prolongar en considerable número los años de vida del hombre civilizado? A
estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos
científicos y técnicos, aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace
oír la voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas
satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta
anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría
noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin
el ferrocarril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la
ciudad natal, y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la
navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya
no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos
sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar
máxima prudencia en la procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy
criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en
cambio hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el
matrimonio, obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección
natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan
pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte
como feliz liberación?
Parece indudable, pues, que no nos sentimos
muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en
qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como la parte que en
ello tenían sus condiciones culturales”.
Se nos dice que la
democracia, en el período electoral, es la manifestación por antonomasia de la
libertad política, dado que cada cierto tiempo podemos elegir a quiénes nos gobiernen.
La
política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado
como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como
figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de
los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular.
Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector,
lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes
les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en
ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas
mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos
efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de
sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el
político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al
escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella
plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo
incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer
circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta
contundentemente en lo siniestro.
El
lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta
de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso
de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la
mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio
entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y
palpable que el mismo sentido de la vista.
Las
democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los
síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con
tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando
ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma
en calabaza.
Poner
en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para
los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad,
mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables,
desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación
tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo
improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el
banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la
legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín
Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la
política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras
democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa
que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de
la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido
filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo
el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora
bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en
términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan
que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto
ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos,
esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos
daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la
oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto
nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos
acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y
cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque
así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No
terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación
nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad
de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y
excluyentemente discursiva.
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