Oscar Masotta, que bien podría constituirse
en el símbolo para la perseverancia irredenta de vincular política con
psicoanálisis, aleccionaba que “En el Narcicismo está en juego la determinación
del sujeto con el goce. Y que tal punto se constituía en el corte en el
psicoanálisis con la política. En la práctica psicoanalítica vale siempre la
reafirmación de lo inútil…” (Masotta, O. “Lecturas de Psicoanálisis. Freud,
Lacan. Pág. 210. Paidós. 2015. Buenos Aires.) más en la política no. En la
política, resolver la cuestión de la pobreza, no sólo es un imposible, en
términos psicoanalíticos (como el psicoanálisis y la política) sino además es
algo inútil.
En esta suerte de “Masottismo”
del que bien nos podría alertar nuestra propia referencia, cuando afirma: "Los psicoanalistas en la
historia del psicoanálisis, individualmente, con respecto a la política, han
sido siempre unos imbéciles. Cuando se ponen a hablar de política es
lamentable". (Ibídem; 211) nos cabe realizar la siguiente aclaración.
Por política entendemos lo subyacente,
incluso a su actual, sucedáneo democrático. Desde la abdicación, de los
fenómenos totalitarios puros, en la sacralización o totemismo de la democracia
como valor político-ciudadano, se produjo una suerte de invaginación, en que
por sobre todo, quiénes nos dedicamos a las letras, transformamos en una zona
de confort, en una suerte de estado intrauterino social. Hablar en términos críticos
de lo democrático, se constituye en una perspectiva matricida. Nada que pueda
ser planteado desde la política, debe salir de la circunscripción democrática tal
como la venimos entendiendo desde su aparición
a esta parte.
Sí algo está más que claro, a
diferencia de lo oscuro y laberíntico que representa lo político, es lo que
sentimos, valoramos y entendemos por democrático. Con tal de que nos permitan
votar cada cierto tiempo, nos basta y sobra en el campo social y colectivo. En
lo respectivo a lo individual, como no podemos hacer generalizaciones
razonables por circunstancias obvias, sólo diremos que nos contentamos
básicamente, con que nos dejen exteriorizar nuestra agresividad hacia los
otros, sin que paguemos grandes costos por ello (es decir sobre todo en el
plano simbólico) nos licenciamos en la posibilidad de pensar en quiénes
realmente son los mártires de nuestra experiencia democrática: los miles en las
aldeas, que se transforman en millones en la suma de las mismas, que no están dentro
de los límites del barrio, del gueto, en donde se come, se vota, y se vivencia
una cierta posibilidad de creernos libres por expresar algún pensamiento o
verter una sensación que creemos propia.
La política, en su desarrollo
real, no puede, ni podrá en lo inmediato, desembarazarse del significante democrático,
que lo engloba, que lo circunscribe, que lo define, que lo limita. En términos teóricos,
seguir pensando en este mismo sentido, nos hará continuar por el sendero en
donde estamos olvidando lo significativo, la prioridad de la política, se
define precisamente, por lo primordial que escoge como concepto para lograr su
fin. Para ponerlo en otros términos, que la política deba resolver, o
encargarse, o tratar, de que menos gente padezca hambre, debería constituirse
en su matriz esencial, en su definición performativa.
Pero el alerta que nos impuso
Masotta, oblitera la posibilidad, en la que sin embargo, se viene escogiendo,
persistentemente. Es decir en querer hacer aparecer a la política, que
escogiendo lo democrático (y no condicionada o secuestrada por ella) definirá
alguna vez, por la conquista de hombres agrupados en posiciones, sobre todo de
izquierdas (o populares o populistas, aún con un eje que se corro más al centro
o incluso a la derecha) que por obra y gracia, de una extrema lucidez, en una
suerte de aborto de la naturaleza, pongan el carro delante del caballo y lleven
a cabo el imposible, de que la política democrática o democratizada, defina
como prioridad o política de estado central el combate contra la pobreza.
Esto es lo que ocurre en términos
reales. La traducción no es más ni menos que los intentos imposibles con que
chocamos, cada vez que damos cuenta que la democracia no nos lleva, a tal y
supuesto fin. Buscamos por el lado incorrecto tal falta de empalme. Nos
agotamos en el habla, nunca inútil, de creer que el principal problema es el económico,
el moral, lo azaroso y hasta lo divino.
Precisamente en las palabras está
la clave, como el psicoanálisis, como en la filosofía, como en la democracia.
Los que tenemos resuelta la
posibilidad de comer y de subsistir con mediana dignidad, construimos, más
luego de tener el estómago saciado, conceptos que representan la explicación de
porqué hemos conseguido o no conseguido, lo mismo da, algún que otro deseo, sea
que los mismos nos correspondan de acuerdo a nuestro libre albedrío o sean
representaciones dictatoriales de estructuras que nos determinan, por más que
nos demos o no nos demos cuenta, de las mismas.
Rebozan las palabras en el
reinado de lo democrático. Quiénes golpeados por cierta sensibilidad, y
despertados por cierta curiosidad, damos cuenta que, son muchos otros, reales y
ciertos, que se agolpan en el abismo de los archipiélagos de excepción, tomamos
como opción válida, el psicoanálisis, para ocluir nuestra sensación de culpa, o
mejor expresado, lavar la responsabilidad.
La política, es el significante,
para el que sobrevive, más allá de la norma, incluso, por más que caiga
penalizado por la misma (esta es una explicación valedera de lo lejos que
estamos de que la justicia en términos institucionales busque algo parecido a
lo que por definición se propone). La política, es el campo, en donde las
palabras, pueden ser utilizadas como un recurso más, pero nunca el único o
necesariamente el primordial. En los terrenos de la política, lo que está
estructurado como un lenguaje son las necesidades básicas, que deben ser
satisfechas de la manera que fuesen, de lo contrario la experiencia de tal
humanidad termina en tragedia, en lo inacabado o inexpresado, como muchas
veces.
Es imposible que entendamos bajo
el amparo de lo democrático, la dimensión de la política, por ello, es que el
hambre o el combate que se dice librar para erradicarlo, no es más que eso, el
plano semántico, de una perspectiva simbólica que en el mejor de los casos,
sólo será decodificada en un diván, y su traducibilidad expresada en un artículo
de ínfulas psicoanalíticas, con tintes sociológicos y filosóficos.
La pobreza de los otros es el
precio que le pagamos al analista para que nos diga que no podemos hacer mucho
más de lo que estamos haciendo, dado que lo contrario, sería salirnos de
nuestra zona de confort, el punto de corte definitivo que dimos en llamar
democracia, en el acabose de tal relación política, que trasvasa lo terapéutico,
sabemos que el deseo del otro, es ni más ni menos que el deseo del analista,
que cada vez que puede nos insta a que prosigamos en nuestro vinculo histérico e
imposible en esa tríada, de política, pobreza y democracia, de lo contrario quedaría
el diván sin paciente y nosotros sin palabras.
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