“Una vez que se
asesina a Sócrates, quizá surge un pálido remordimiento que impide nuevos
asesinatos, y aunque la actitud filosófica no conquiste a las grandes masas del
público, termina por llamar tanto la atención y hasta por crear un superficial
respeto, que se fundan escuelas, facultades, institutos, bibliotecas en que,
por unos siglos, se ha permitido e incluso se ha financiado la filosofía o, por
lo menos, algo que se le parece a ratos. Hoy hay signos abundantes de que esta
tregua está acabando”. (García-Baró, M. “Fenomenología y hermenéutica”.
Editorial Salvat. 2015. Barcelona. Pág. 21.)
La cola es parte integrante de nuestra morfología. Como característica
especial, no debe haber parte del cuerpo humano que semánticamente posea
tantas, diversas y hasta contradictorias significaciones a partir de la misma. Tener
culo, como obviamente todo lo tenemos, expresado con énfasis, es sin embargo
una exclamación que está dirigida a señalar que hemos sido tocados, rozados o
tutelados por el azar. El que tiene culo
es el que tiene suerte. La frase exclamativa, posee, sin embargo, un tinte o
una connotación que destila cierta envidia por parte del propalador. Es decir,
sí alguien nos dice que tenemos culo, nos lo está expresando con la carga que
conlleva la malicia intrínseca de la perfidia. El culo por más que en su dimensión
real, este asociado al rol, menos estético que posee el humano, el de las
cloacas, el de desechar lo que al cuerpo no le sirve, traducido en materia
fecal, mierda, sorete o caca; eliminada, incluso bajo el rigor del hedor
característico de la misma, posee, paradojalmente, un encanto erótico, sensual,
sexual y hasta comercial.
El culo es una parte admirada tanto en mujeres como en
hombres. El culo es un espacio apetecible para la sexualidad, independientemente
de que la misma práctica, sea clasificada (entendiendo que toda clasificación
es una limitación) como homo, bi, hetero o pansexual. Sin embargo el culo, a
nivel orgánico no demuestra que ese cuerpo está gozando, como sí lo hacen otros
órganos sexuales, como el pene o la vulva que segregan sustancias específicas y
concretas que ratifican la sensación orgásmica. Al culo, a lo sumo, hay que
lubricarlo artificialmente para que su dilatación permita el ingreso de, e
implorar, asimismo, que en la práctica sexual, el culo nunca excrete nada, para
que no se tenga que sacar nada del mismo, en calidad de “embarrada”.
Se dice, se expresa, en tono, de deseo gozoso o de placer “Te
voy a romper el culo”, en una suerte de codificación sádica, de tener un rédito
sensitivo o espiritual a partir de propinarle una agresión al otro, de romperle
algo que supuestamente se aprecia, se valora estéticamente, pero del que sin
embargo lo único que salen son las heces, muchas veces hediondas y pinceladas
por colores toscos, grumosos y poco afables. Esta particularidad del culo, se
distancia abismalmente de lo inimaginable que sería que nos digan “te voy a gastar el pene” o “te desgarraré la vagina”
o cualquiera de sus diversas versiones que tengan que ver con aquello de
exclamar agresión a los efectos de un supuesto placer.
Pasando del plano de lo imaginario y lo simbólico, al plano
de lo real, el culo nos sigue proporcionando su condición filosófica,
aporética, o por decirlo en buen romance, su encantadora, como contradictoria,
condición de órgano tabú, del qué nos avergonzamos tanto como nos excitamos al
solo mencionarlo.
Sí pasáramos al ejercicio, siquiera científico, sino
simplemente informal, de preguntar a amigos, conocidos o mediante plataformas informales
de encuestas, cuantas personas practicaron, realmente sexo anal (sea en calidad
de activos o de pasivos, en relaciones hetero, bi, homo o pansexuales), la
evidencia será contundente. La proporción del culo como objeto de prácticas
sexuales, a diferencia de cualquier otro órgano del cuerpo humano, no debe
arribar al 10 % en tal proporción. Es decir
de 100 veces que alguien pudo haber practicado sexo, como mucho 10, habrán sido
teniendo como eje principal de la práctica al culo. Esto no sería nada extraño,
ni llamativo, por las razones orgánicas que lo determinan, sin embargo, se
constituye como tal, dado que esta no realización en el plano de lo real, la
llevamos, la transformamos, en el plano de lo simbólico o lo imaginario.
El culo es un talismán de la sexualidad no practicada. El
culo es el significante más acabado de nuestra condición de seres
contradictorios. Nos puede “ir como el culo”
(es decir mal) o podemos “tener el culo” de habernos sacado la lotería
que será siempre igual para el culo, pero muy distinto para la significancia
que queremos expresar mediante el mismo término.
El culo es el lugar mediante el cual deponemos lo que no
usamos, hasta antiestéticamente (al menos así lo es por alguna razón occidental)
pero que con la misma gravidez, desde otro contexto (un culo tapado, sea por una
calza, una falda, una zunga, una vedetina) es exaltado en grado sumo,
constituido como sanctasanctórum del erotismo como de la sexualidad.
El culo, en esta
condición de tabú-social, ratificó la misma, en la concelebra película “El
último tango en París” en donde la afama escena de la joven untada con
mantequilla para ser penetrada analmente, no sólo escandalizo en el momento
(los setenta) sino que cuarenta años después continúo escandalizando dado que
de acuerdo a las confesiones del director como del protagonista, la realidad de
la escenificación incluyó que la actriz no sea consultada para que brinde su
consentimiento (otras versiones indican que no fue tan así, sin embargo la
protagonista luego del film, cayó en un llamativo espiral de autodestrucción). La película, tuvo el
éxito, cultural, artístico y comercial, porque grabo una violación anal.
Nuestra relación morbosa con el culo no acaba allí. La tesis
que sustenta estas líneas es que nos genera tanto atractivo erótico-sensual el
culo porque es la garantía de que luego de su práctica no derivará la misma en
la concepción del ser humano, es decir, culeando no procreamos y ese es el
verdadero encanto de un culo del que decimos, alardeamos y vociferamos el gozar
sexualmente, pero del que nos da culpa, no nos da pleno gozo o solo nos lo da
en un plano imaginario o simbólico pero nunca real.
Nos alecciona Bruno
Mazzoldi en “La prueba del culo ¿existe
una filosofía latinoamericana?”: “Culo, en efecto, pariente, como collón, de
culleus (el saco en que se cosía y ahogaba al parricida) sugiere del trasero
más lo infundibuliforme que lo fundacional”.
Ese saco en donde se ahogaba al parricida (recordemos que el
parricida es el que cambia las reglas de juego establecidas), la penalidad para
el infractor político-cultural, o para el verdadero filósofo, devino en el culo
y más luego en su furibunda como rizomática polisemia.
El culo es por antonomasia el órgano filosófico. Así nos va
cómo el culo al no darle importancia, dimensión o al penalizar la filosofía. De
culo nos podrá ir, tal como venimos, desconociendo el origen y la sustancia o
la relación intrínseca entre el culo, tan seductor y popular, con la filosofía,
tan selectiva, cuasi vergonzante, o en su doble condición de totémica y tabú.
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