El neologismo, o el término que viene siendo usado casi
informalmente, por parte de ciudadanos occidentales del mundo que preocupados
por el desandar del sistema político instituido, buscan resignificar o
conceptualizar, el menosprecio o la escasa afección a la democracia de los que
se dicen democráticos o los que formal y políticamente la representan (en término
Lacanianos podríamos aducir: "El arte y la palabra suelen estar para velar
la falta.") con la finalidad, precisa y obvia, de generar presencia, en el
agujero de lo no democrático (sobre todo la criminalidad de que la democracia
supuestamente garantice libertad y derechos humanos, a expensas de mantener a
millones en la pobreza, la marginalidad y la exclusión) necesita de una definición
precisa y taxativa. Por esta razón, en este único sentido, de un sendero que se
nos impone (de lo contrario estaríamos obturando nuestra naturaleza humana, de
salirnos de los automatismos o de los egocentrismos que sólo especulan con la acumulación
idiotizante que es lo único que puede asegurar o garantizar esta democracia no
democrática) es que apelamos, a los otros, la generalidad y solidaridad de los
que somos en tanto otros, para desgarrar lo democrático, redefinirlo,
interpelarlo, desmenuzarlo, estrujarlo, desenvolverlo, una y otra vez,
resetearlo. Este es el único camino posible, para que la humanidad no abandone
del todo su realización como tal. Padecer democrafobia es lo peor que nos puede
pasar como sujetos colectivos, como sujetos políticos, como ciudadanos. Tenerle
miedo a la palabra democracia, evitar criticarla, por una suerte de temor reverencial,
de sacramento ante lo totémico y lo sagrado, no es más que continuar en una
zona de confort que nos llevará como la fábula del sapo y del agua hirviendo, a
sin darnos cuenta, agotarnos en la carencia absoluta de lo democrático como
tal, por ausencia de una perspectiva crítica que la ponga delante de sus
faltas, que la redefina para resucitarla, rescatarla del olvido indómito al que
parece que la hemos sometido, en un oscuro rincón en donde duerme el sueño de
los justos. Todos y cada uno de los aspectos que se vivencian de un tiempo a
esta parte, en cada comunidad que se precia de democrática, y que últimamente,
se recrudece, se multiplica en sus problemáticas, en sus indefiniciones, en sus
traumas, en sus revueltas y en su crasa falta de mayor integridad como de
razonabilidad, no es más que esto mismo, el señalamiento claro de la
democrafobia que nos aterroriza, que nos paraliza que nos detiene, con pavor
pantagruélico y que en caso de no tomar medida alguna para salir de tal y grave
mal, nos terminará envolviendo con su mortaja, apelmazada de una cruenta y letal
agonía, democráticamente funesta.
La democracia es palabra. Por el temor descripto, por el que
padecemos a diario hasta para pensar en términos críticos lo democrático, hemos
transformado a la democracia en número. Sólo interesa saber la cantidad delos
que supuestamente apoyan una idea, una expresión, supuestamente colectiva o una
individualidad envestida en supuesto ropaje democrático.
Debemos devolverle el sentido de la palabra, del logos, del
concepto a lo democrático. El número, nunca pudo haberse constituido, como
lamentablemente sucede desde un tiempo a esta parte, en lo basal de lo
democrático, dado que la razón última de lo numérico, termina siendo la suerte
o el azar.
Ponerle palabras a lo democrático, en los términos que fueren,
enfrentar la democrafobia, es no el primer, sino el paso, dado que la cuestión numeraria,
hasta podríamos dejarla para definir elementos secundarios que hemos
transformado en primordiales, como la elección de representantes. Ir o no a una
demarquía, podría ser un camino para redefinir lo representativo (existen
algunas consideraciones teóricas acerca de esto mismo) sin embargo lo elemental
o sustancial, es ponerle palabras, buscarlas, encontrarlas, inventarlas,
escribirlas, compartirlas, hacerlas correr.
La democracia es antes que nada y por sobre todo, logos,
palabra, concepto.
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