“El padre de
familia es el gran criminal del siglo” (Arendt. H)
La democracia esconde
sus formas, maneras y metodologías totalitarias, en la perversidad engañosa de
una aprobación, condicionada, por supuestas mayorías libres, que
periódicamente, legitiman a un grupúsculo de privilegiados, que a gusto y piacere,
a diestra y siniestra, demuestran la
condición líquida, difuminada de las leyes, que casualmente (en este ardid
centra su energía nodal lo democrático, en que las reglas de juego parezcan de
dominio público, cuando en verdad lo central se escribe en tamaño micro para
los pocos que cuentan con lupas para detectarlo) siempre los benefician,
perjudicando, por lógica a las mayorías que votan a sus victimarios.
La tipología del delito
que comete para con su sociedad, podría entenderse como de crimines causae
(delitos que se ejecutan por medio de varias acciones, cada una de las cuales
importa una forma análoga de violar la ley para encubrir anteriores) emparentado incluso, o aprovechándose de la
continuidad jurídica del estado, al que no deja de vejar, tal vez corresponda a
otras tipificaciones existentes o a crearse (en algún otro desarrollo teórico
hemos propuesto la figura penal del “democraticidio”) de todas maneras, no es
nuestro campo el de la penalidad, sino el del señalamiento, claro, prístino y
contundente, acerca un diagnóstico cultural del que no podemos prescindir en
caso de que queramos, desde el lugar que fuese, modificar algo, con el fin
altruista o no, que fuere.
Retomando las
consideraciones de Arendt, una de las
conceptualizaciones más deslumbrantes a la que arriba es la consideración de la
“banalidad del mal”. Una suerte de justificación o de prescindencia de
libertad, en la que muchos jerarcas nazis se escondieron, se agazaparon, para
no reconocerse en la monstruosidad e inhumanidad de sus propios actos. Para
evitar esta lógica de escalas, de gradaciones, estimamos, es que la autora
llega a la genial conclusión de que el gran criminal, es además y no en verdad,
el padre de familia, el modelo cultural entronizado. El encuentro de este
límite de responsabilidad es el que permite señalar que más arriba no se puede
apuntar, y que en definitiva, todos por acción u omisión fuimos y seguimos
siendo responsables.
La complicidad
democrática, para nuestra consideración, se evidencia en que cobija al
criminal en todas y cada una de sus
acciones, sin que medie límite alguno en la consecución de las violaciones a la
ley, que en este caso, serían a la propia condición humana (otro título de otra
obra reconocida de Arendt).
Así como para Lévi-Strauss
la prohibición del incesto es el único fenómeno que tiene una dimensión
cultural como natural, nosotros creemos
que nuestra humanidad al menos debería entender como límite de su
auto-vulneración lo que expresa Pedro Casaldáliga (candidato a Premio Nobel
de la Paz, obispo emérito de São Felix, místico, poeta, uno de los líderes de
la teología de la liberación y una figura internacional en la defensa de los
Derechos Humanos) “Todo es relativo, menos Dios y el hambre”. Prescindamos del rol de
sacerdote de Pedro, hasta su máximo pastor, el Papa Francisco, lo señala como
la cuestión principal a resolver, la del hambre, la pobreza o la marginalidad.
Una democracia que se precie de tal,
sea tal o no esconda, complícemente, al asesino del siglo anterior, a decir de
Arendt, trabajaría en post de combatir la pobreza. La no realización de esto
mismo, y hasta su perversa aquiescencia (la de declamar que se trabaja para
erradicarla) no hace más que confirmar el gravoso encubrimiento que perpetra lo
democrático, ante su figura cultural-simbólica, denunciada siglos atrás como el
gran criminal de la condición humana.
“La falta de
legitimación, asimismo, de una justicia fundada en la equidad y la costumbre no
sólo en los sistemas deónticos y positivistas para lograr una convivencia
social mínima agravó la crisis de la democracia representativa, por lo que hoy
parece haberse producido un desplazamiento de la universalidad de la ley a la
omnipresencia del entretenimiento formal, del que no se sustraen el ciudadano
convertido en un potencial elector y visto cómo ni las autoridades políticas
reducidas al discurso del espectáculo. Ser ciudadano es limitarse a concurrir
al acto eleccionario, el resto que lo hagan los políticos porque menos se
averigua y Dios perdona. Este es el pensamiento que suele ser imperante” (Winkler,
P. “El psicoanálisis como envés de la ley”. Revista Affectio Societatis, Vol.
8, Nº 14, junio de 2011)
Esta es la razón por la que los políticos,
acendrados en lo simbólico, reinan en los festejos o conmemoraciones
protocolares, que cada tanto incluyen a los sectores que suelen tener que ver
con cada una de las fechas a concelebrarse.
La democracia pasa a
convertirse en un fenómeno ceremonioso, se rubrica tras lo sagrado y totémico
de lo electoral (en donde hace rodar la certeza de que garantiza una libertad
de expresión que no permite ni promueve, al contrario, la ocluye a la libertad
de pensamiento y por ende a que estos, más luego, sean publicados, en un
sistema comunicacional aterido de razonabilidad) se reduce a un imperativo
categórico que solo nombra, performativamente.
“Están hermanados desde
su origen en el Nombre-del-Padre, Padre-del-Nombre forcluido o no, es decir, en el nombre que
nos inserta o excluye del lenguaje y de la cultura. La palabra forclusión, como
caducidad constituyen una parte de la terminología jurídica relacionada con la
prescripción y el curso del tiempo en el ejercicio de los derechos. La autoridad,
que no es sinónima del autoritarismo y requiere del reconocimiento social del
otro (de los ciudadanos y habitantes de una nación), pues de lo contrario es
carcasa vacía, debe poder ejercitar sus funciones políticas y sociales. En un
mundo en el cual por la experiencia de tiranías y dictaduras de distinta
índole, aquélla se encuentra sospechada desde el inicio y casi sin admitir
prueba en contrario en la concepción popular, la sociedad deviene en soledad y
corre el riesgo de transformarse en un sempiterno caos. El caos lo sufren los
más visibles, ya que debido a sus escasos recursos no les es posible acceder a
la vivienda, al alimento y a la educación, y si las instituciones no median por
ellos, el malestar aumenta” (Winkler; pág.17).
Jacques Lacan el
introductor del término forclusión en el ámbito psicoanalítico, planteó la estructura
de la psicosis como efecto de aquello, bajo el significante del Nombre del
Padre. En nuestros términos, o reintroducción en el campo político, ese
significante es lisa y llanamente las reglas de juego.
Sea para habitar más
placenteramente nuestra alucinación, o para salir de ella (aporía que no está
en cuestión aquí) no precisamos cambiar de representantes o encontrar
modificaciones accesorias, lo que precisamos es el cambio, radical y conceptual
de nuestro ser en el mundo, tanto ontológico como, por ende, político.
La institucionalidad
jurídico-legal que impuso como sistema lo democrático (La ley del padre), que
en términos reales es votar, obligados por ley, escoger entre las opciones que
nos presentan para que seamos gobernados, más allá de resultados, saludando y
aplaudiendo, a estos padres quiénes nos prohibieron prohibir, en nombre de una autoridad que está más en
nuestra estructura psíquica que en las instituciones políticas, que en la
realidad cotidiana de las redes o de las calles.
El próximo parricidio,
simbólico, para establecer nuevas leyes o normas que dispongan un sistema
organizacional más acorde con nuestra humanidad, provendrá, seguramente más del
campo personal-analítico y como de allí se logre intervenir en lo público-político,
que en sentido contrario de la manera en que se venían dando las disrupciones
históricas que nos depara en nuestra realidad parroquial de cada una de
nuestras democracias aldeanas que se pudren, lentamente, en la carroña de un
dios, que deja morir de hambre a sus hijos, para regocijarse de su supuesta
grandeza y heroicidad que no está en el plano de lo real, sino de lo imaginario,
de un paraíso, de un más allá, de una de las tantas promesas que jamás podremos
comprobar sí fueron desperdigadas con el afán del engaño o con la bonhomía de
la credulidad, pero que deparan para nosotros, un mismo resultado; el ser los
bastardos de un padre criminal, al que antes de ajusticiarlo, deberíamos
enjuiciarlo para determinar qué responsabilidad y más luego, en el caso que se
determine, penalidad le correspondería por sus acciones como por sus
defecciones.
“El parricidio es,
según interpretación ya conocida, el crimen capital y primordial, tanto de la
Humanidad como del individuo. Desde luego, es la fuente principal del sentimiento
de culpabilidad, aunque no sabemos si la única, pues las investigaciones no han
podido determinar con seguridad el origen psíquico de la culpa y de la
necesidad de rescatarla. Pero tampoco es preciso que sea, en efecto, la única.
La situación psicológica es complicada y precisa de aclaración” (Freud, S. “Dostoyevski
y el parricidio”. Obras completas).
Desear algo mejor que
lo democrático ya nos convertiría en parricidas, por más que tan sólo queramos
un padre que oficie de tal, sobre todo para con sus hijos, los pobres, que más lo necesitan, que no casualmente son
los que más lo vindican y vitorean cada vez que con perversidad (en las
elecciones en lo electoral) se muestra para consolidar su cetro y espantar las
posibilidades de ser juzgado, como su situación larga y humanamente ameritaría.
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