Término y terminó, como tantas
acepciones, en distintas lenguas, se distancian más en significado que en su
nomenclatura. Es una cuestión semántica, la que disfraza lo conceptual.
Necesitamos de tal representación de nuestra oralidad, que a su vez representa,
lo pensado. Consuetudinariamente, son varios los órdenes mediante los que se
organizan las representaciones de lo pensado. Lo real, lo imaginario, como lo
simbólico. Obliterados estos, por la posibilidad de que en la escritura, en el tránsito,
en su traducción final, funja la operatividad de lo consciente o de lo
inconsciente. En el engranaje en que en
tal instancia se convierte, en lo que estamos sujetos y que nos define como tal
(sujetos), nos condicionamos por delimitar aquello que nos impulsa, que nos
impele a algo. Así este algo, sólo signifique vivir, hesitar, o sobrevivir.
A todo le hemos puesto nombre, y
lo seguiremos haciendo, en tren de redefinirlo, de reescriturarlo, de
reconvertirlo, de deconstruirlo, o como lo queramos llamar o significar, que en
este caso sería lo mismo. Algunos han buscado más luego, una razón, un sentido,
el nombre del impulso que nos lleva, que nos conduce a ello. Así surgieron
ciencias, imperios, lenguas, expediciones y todo aquello que pueda implicar el
ejercicio de lo humano.
No trazaremos una síntesis
encicplodedista, de lo que representa la imposición de razones o las
argumentaciones de la realización, como de lo realizado, por lo humano de la
condición (que no es lo mismo que la condición humana). Una frase, abusando de
la perspectiva que dan en llamar economía del lenguaje, nos redimirá, en la
búsqueda de comunicarnos lo mejor posible con la mayoría de nuestros
congéneres, a quiénes le podemos reconocer muchas virtudes, pero no
necesariamente la de ser una generación devota de la lectura y ejercitada en la
reflexión.
Sí algo nos define, en verdad
nada, pero insistimos compulsivamente en acotarnos (la muerte es una invención,
nosotros sabemos que los otros mueren, pero jamás podemos afirmar que cada uno
de nosotros morirá, dado que cuando nos toque tal experiencia, tal vez le demos
otro nombre, que por alguna razón no se puede comunicar en tal estadio) es tal
proximidad, tal inmediatez, tal cercanía, somos, básicamente, seres adyacentes.
Lo adyacente es lo que somos,
dado que tal instancia, no es ni física ni temporal, tampoco puede delimitarse
como algo o lo otro, es (somos) simplemente lo próximo, lo cercano, lo
inmediato, lo contiguo.
Nuestra condición adyacente es lo
que explica nuestra naturaleza familiar. No necesitamos, nos alerta la
antropología que ve más allá de las aldeas occidentales, las estructuras
familiares por todos conocida. Necesitamos la adyancencia de estar cerca del
otro ser humano, no fundirnos, mimetizarnos, ni sintetizarnos, sino
hermanarnos, maridarnos, familiarizarnos, por esta noción adyacente, no porque
nazcamos con una necesidad de padre, madre, abuelo, tía, prima que
consabidamente, más luego, legitima todo lo otro en que se constituye la
comunidad.
Lo adyacente, explica el deseo
que nos moviliza, para que algo suceda. Al no estar en el lugar exacto,
preciso, final (paraíso, cielo, nirvana) estamos cerca, sin que eso signifique
cuanto o sí nos podemos alejar (es decir no es una idea de purgatorio o de
antesala, en donde se esperan las decisiones o
resoluciones de otros).
No haber arribado aún, es lo que
nos moviliza a que pretendamos hacerlo, por más que tengamos la íntima
convicción de que nunca lo lograremos.
A tal punto, nos detuvimos en una
reflexión de tal perspectiva, que nos hemos encargado de definir, hasta el hartazgo,
la condición subyacente, mediante la cual escrituramos muchas cosas, pero que
marchan en un mismo sentido, destino o finalidad, estar cerca, próximos, pero
nunca acabados o terminados.
Lo que subyace son las distintas
codificaciones, para ir al mismo destino que es el no lugar de lo adyacente.
En todos los ámbitos, campos y disciplinas se alienta, se promueve, se
incentiva, se insta, a la adyacencia. Bajo las diferencias nominales o del
significante (mero), los senderos se unifican, sin embargo para empalmarse a la
ruta que nos conduce a la tierra señalada.
Desde el “Ama a tu prójimo como a
ti mismo” (Mc 12, 29-31) de una de los principales credos occidentales,
conceptualizando, al prójimo como al próximo, al cercano, al adyacente, hasta
el dilema del erizo de Schopenhauer (el punto exacto en que estos animales
pueden estar cerca, sin estar demasiado como para dañarse o tan lejanos como
para no necesitarse, como parábola de la interdicción, justa, de la proximidad
exacta) que tomada luego por Freud, desarrolla este, a partir del concepto o la
idea de lo siniestro. Solo puede ser perpetrada por el conocido, por el otro al
que le damos valor, cuando precisamente, se nos muestra extraño, al punto que
nos daña. Esta concepción funciona precisamente, para definir como lo adyacente
se convierte, como sucedáneo en lo amigable. Somos amigos de la sabiduría,
porque nos acercamos a ella, porque la rodeamos, porque la concelebramos, pero
nunca por una noción que la podamos tener, absoluta o dictatorialmente, encerrada,
sea en un sistema o en un conjunto, por más que de esto trate el paradigma del
amante de la sabiduría, del filósofo, que en el caso de que pretenda aquello,
nunca lo conseguirá, dado que siempre existirán otras concepciones, otros
pliegues, otros rebordes, de la lectura de lo humano, cumpliéndose la máxima
etimológica, que lo mejor que se puede hacer es hacerse amigo, estar próximo,
cercano, contiguo al saber.
Tal cercandad, proximidad, no
genera el conocimiento del límite, sino que anterior, como atávicamente, nos
brinda confianza hacia ello, es decir nos posibilita avanzar con seguridad,
ante la naturaleza incierta del futuro, temporal como espacial, caminar más
allá de lo que no sabemos que existe, en el caso de que exista, y seguir sin la
constante, ratificación de que seguimos estando.
Esta es la clave, mediante la
cual, se comprende, porque traducimos, exitosa o mayoritariamente, nuestro
futuro, expectativa de ello, mediante el dinero, al tener cercano, adyacente el
fenómeno, confiamos en que el papel moneda, puede ser cambiado, por algo
razonablemente justo, en relación a lo que hicimos para obtenerlo (sí se lo
piensa, la mayoría de las personas que crítica este sistema de intercambio, en
verdad lo hace en esta instancia, porque considera que sus esfuerzos o los de
su facción no son debidamente, reconvertidos o reconocidos, en la cantidad de
dinero que pretende contar como para ello seguir la lógica del funcionamiento
de un intercambio, hipostasiado que de imposible, pasa a reconvertirse en otro de acumulación).
La noción de propiedad privada,
funciona desde lo axiomático de lo adyacente. Nunca es de un individuo,
contante y sonante, dado que el patrimonio particular, debe estar sostenido en
compendios normativos, legales de una comunidad que así lo determinen. Lo
privado, nominalmente podrá ser de uno o de unos cuantos, pero en términos
reales o en el orden simbólico, solo lo es desde su adyacencia. Lo mismo para
un sistema comunitario, en donde se suprima lo privado y todo sea determinado
por lo público, el uso, circunstancial, determinado y condicionado por lo
colectivo, siempre será por la misma condición de aproximación, nunca de
totalidad.
La democracia, como sistema
político imperante, funciona, también bajo este principio adyacente. El político,
que representa la política, siempre estará próximo, cercano, pero nunca será,
personalmente o como entidad, el estado en sí, el poder taxativo, que nos
responda en todas y cada una de las necesidades que podamos tener, en el
transcurso de cada una de nuestras vidas. Todo está cerca, tendemos a ese acercamiento, a los que
damos distintos nombres, a sabiendas de que nunca obtendremos la cosa en
sí, a la que supuestamente buscamos o
perseguimos con el afán, fundante o movilizador de la vida misma.
La automatización, de la que
somos víctimas y que nos impele, a que cada cosa, a cada rato, le preguntemos,
que nos dará en términos de resultados, es precisamente, lo contrario a lo que
dispone nuestra condición de seres adyacentes.
Sí algo interesante de este modo
de ser en el mundo, nos es dado mediante esta posibilidad de no llegar a ningún
lugar, sino estar cerca, es precisamente la facultad, de vivir en la libertad
de no estar condicionados por un número que nos diga, que nos depare, que nos
califique, que nos determine, que nos exija, que valemos o cuanto en relación a
esa posición totalmente distorsionada e inhumana.
Sin embargo, todo parece ir en
ese lastimero, como lastimoso sentido, queremos la exactitud de la respuesta
para todo, cuando, al parecer, por aproximación, solo tenemos preguntas, que
pueden tener múltiples interpretaciones o correspondencias y allí radica cuanto
vivamos o cuanto deseemos morir, incluso en el mientras tanto, todos los otros,
resultados, definiciones y certezas, son cuestiones anexas, secundarias,
producto de nuestros temores, de nuestra imaginación, de la no posibilidad de
disfrutar que somos cercanos, próximos, merodeadores de nuestra propia
condición humana, que para poco como para mucho, será en la medida que la interroguemos
que nos preguntemos, acaso que otra cosa podemos esperar, a que otra cosa nos
podemos dedicar que no sea a elaborar aproximaciones que permitan tantas
respuestas como signos de pregunta y de interrogación, que nos hagan con vivir
con plenitud, nuestra inefable condición humana.
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