martes, 25 de diciembre de 2018

La necesaria homosexualidad de Jesucristo.


Dejando por sentado que tratamos la figura central  del relato bíblico, desde una perspectiva ajena a la religiosidad, y por ende, dispensándonos de las molestias que pueda causar el desgranar esta suerte de razonamientos y de pensamientos que ponemos en discusión, el planteo es claro, prístino y contundente. La no realización como hombre de Jesús (en el sentido patriarcal que se le otorgaba, o en ciertas latitudes se le sigue otorgando a la concreción de la masculinidad determinada en su razón de ser como progenitor y vinculado indiscerniblemente, mediante la sexualidad, con lo femenino o con féminas) se explica mediante la necesidad, de ese dios, su padre, como él padre, de transmitir una mirada, amplia y larga, del fenómeno humano, del que hasta ahora, la institución iglesia, y el significante religiosidad, prescinde.
Venimos leyendo desde tal oficialidad que Jesús, cumplió sacrificialmente su mandato como hijo, convirtiéndose de esta manera en el alter ego de cada uno de los que tenemos algún tipo de vinculación con el cristianismo, aunque más no fuese, culturalmente. Resulta imposible, no reparar hasta en las referencias políticas o sociales de una figura que multiplica comida y la reparte, que se las toma con quiénes lucran por el lucro mismo y que perdona a quiénes lo traicionan, en nombre de una humanidad, tanto pecadora como redimible, en caso de que sobrevenga el siempre a mano, arrepentimiento.
Se estudia también, trilladamente, al Jesús de los milagros, al que intercedió para sanar estados alterados de conciencia, al misericordioso, al justo, al de las parábolas, al de la resurrección, al tercer día entre los muertos.
En el estudio del Jesús histórico, se ha puesto el eje tanto en el contexto de su llegada, en la Romanidad en la que vivió, que actores secundarios como Poncio Pilatos, no sólo que traspasaron al olvido al que estarían condenados, sin la vinculación con Jesús, que hasta el derecho o el sentido de justicia se estudia desde la arbitraria decisión del romano, dado por ejemplo el texto “¿Qué es justicia?” del artífice del positivismo normativo, Hans Kelsen, quién inicia su libro citado con tal rememoración del momento histórico.
Algo similar ocurre con el Jesús literario, cuando Jorge Luis Borges narra la necesaria e imprescindible traición de Judas, para que el hijo de Dios, termine siendo quién finalmente es.
Cómo expresábamos y es la razón de ser del presente, sin que se pretenda tesis, hipótesis o mucho menos, arriesgada ventura del pensar.
Que Jesús sea presentado, tal como lo fue, sin una relación carnal con mujer alguna, evitando incluso o rehuyendo de la proximidad con la María Magdalena, que oficiaba como la representante de quiénes ofician de acuerdo al axioma “el trabajo más antiguo del mundo”, no es más que la demostración efectiva de la lectura más a mano que tendríamos de la manifestación de un hijo de dios en la tierra que ama a su próximo, a su igual, en una suerte de homosexualidad implícita, velada, sucinta y no tal como se nos impelió a que interpretemos su vida en la tierra como una suerte de apostolado vinculado a lo no humano o a su condición privilegiada en relación a terminar sentado a la derecha del dios padre.
Es decir, tendríamos una humanidad mucho más amplia y dispuesta a la comprensión, sí es que desde la moderna Roma, mediante encíclica próxima podría brindarse este giro hermenéutico. La importancia de contar con un Jesús, que encarará su humanidad desde esta elección, desde esta tendencia, fortalecería el ideario de familia tradicional, la que Jesús no tuvo, no eligió, no escogió, sea por propia decisión o por mandato paternal.
Creer que Jesús, se aprovechó de su condición de hijo de Dios y que por esta facultad privilegiada se mantuvo célibe y transitó sus días en la tierra desde esta posición de santidad, alejada del sentir y del desear humano, es pervertir a Jesús en su  concepto, es invertirlo, darlo vuelta, satanizarlo.
Necesitamos a un Jesús homosexual que brinde, a miles de año de su supuesta existencia real, un nuevo testimonio de que su obrar en la tierra no ha sido en vano, y que milagrosamente renace, en los corazones y en las mentes de quiénes lo interpretan más allá de las rígidas posiciones de las instituciones, que se dicen a su servicio o continuando su causa, pero que muchas veces se terminan pareciendo más, a las que decidieron su tortura, su calvario y su crucifixión algún tiempo atrás, del que parece que seguimos sin trascurrir o atravesar.


viernes, 14 de diciembre de 2018

El poder siempre es abusivo, más allá del género.



La discusión que orbita de un tiempo a esta parte, en ciertas aldeas occidentales, se oculta tras o debajo de la falda, del viejo estereotipo de lo femenino. Entendible y comprensible que así resulte, sin embargo, podríamos ir más allá del fenómeno de lo actual y del trauma  (de la herida) del ayer. Dentro de la pollera del significante mujer, estamos alojados tanto los que  abogamos, o las que abogan, sobre todo, desde una perspectiva de víctimas históricas, por una compensación o igualdad con respecto a lo masculino (muchos de los cuales, nos hemos aprovechado de tal privilegio o al menos no nos lo hemos cuestionado muy seriamente) como así también los que desde el nuevo pliegue de la escenografía del poder, pretenderán, seguir embanderados en el sexismo, cambiando o deconstruyendo la nominalidad del género, para revitalizar la disputa eterna, que se desliza mediante el poder, usando agonalmente a lo femenino contra lo masculino.
Aquí comienza la mezcla y la confusión. Buscadores de justicia, se mimetizan con quiénes sólo pretenden venganza, o en el mejor de los casos, continuar con la disputa real, entre el poder y lo que se revisten en sus pliegues, en sus bordes, ocultándose entre lo femenino y lo masculino, como meras máscaras de una lid que pervive en el  poder en su continúa disputa, de la imposición por la imposición misma, sin que esto pueda ser cuestionado u observado.
Ni lo masculino antes, ni lo femenino ahora, podrán ser constitutivos para un salto de calidad en lo humano, en la medida que no se propongan abordar al poder, pudiendo concebirlo sin su innatismo, abusivo que nos ha dejado y nos sigue dejando perplejos más allá de que vistamos polleras o pantalones, sea porque lo deseamos o porque nos lo impusieron desde un sistema cultural que muy agradablemente se cuestiona, muy a menudo, en sus formas, sus vestimentas, pero no su fondo o sus conceptos.
Los envases en lo que viene el intercambio, no pueden determinar hasta donde llegaremos con él, hasta donde pretendamos llegar. Posiblemente, tales límites, sean el territorio marcado desde el que no podamos salir.
Encerrados en el barrio, de la categoría género, en la manzana, en la circunscripción, de la genitalidad, finalmente perecemos en las cuatro paredes que nos determina en nuestra incapacidad por producir, una emoción que nos desborde de nuestra humanidad apocada, cercada, por lo que portamos para sentir y vivir nuestra experiencia de seres sexuados, limitados en el horizonte de esa complejidad que necesariamente, terminará en batalla, en enfrentamiento, por imponer, lo que se nos ocurra, sin que dejemos de ser unas meras marionetas de las tensiones del poder.
En definitiva terminamos, debajo de la pollera o del pantalón (de acuerdo a quién lo quiera ver y cómo) de la oblicuidad de ese poder, que se balancea y desbalancea, usando nuestros cuerpos y deseos para librar la batalla que pervive más allá de nuestras formas, de nuestras maneras, de nuestros envases, imposibilitándonos, llegar a tal posibilidad de preguntarnos, acerca de qué es lo que necesariamente busca ese poder, o qué buscamos con él, más allá del género en el que hayamos caído, del que nos percibamos o del que deseemos, o como nos llamemos o de quiénes seamos.
La disputa debiera ser con ese poder, con su tensión, con sus fines y determinaciones, sin embargo no nos da, en nuestros cuerpos ni de hombre ni de mujer, para que nos atrevamos a mejorarnos en nuestra condición de humanos.



  




sábado, 1 de diciembre de 2018

El deseo de la (de mí) madre.


Todo sujeto se las tiene que ver, en su complejo de Edipo, con el deseo de la madre, deseo que “siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre.” (Lacan, 1970, p. 118).
Corría el año 1984, a días de cumplir 4 años, aún conservo el siguiente recuerdo traumático: veo muchas piernas, zapatos, que se me cruzan, estoy cansado de caminar, de andar. Tengo sujeta una mano, por otra más grande, que ejerce fuerza hacía mi antebrazo con sus uñas. Cruzamos calles, avenidas, gente y más gente, o piernas y zapatos para mí horizonte visual. Llegamos a un negocio en donde venden tortas o cotillón. Era mi cumpleaños, no recuerdo de querer festejarlo, pero sí recuerdo cabalmente el querer que la torta que estábamos yendo a comprar tenga a los jugadores de Boca Juniors, dado que me reconocía hincha de ese club. Algo pasa, esos jugadores no están. Están los de River Plate, Mamá o el cocodrilo, cierra intempestivamente su boca. No sólo que ella es de Boca, el club, sino que jamás consultó o creyó conveniente que era propicio que me cambiara de club, a su antagónico además para una fiesta de cumpleaños en donde departiría con mis compañeros de colegio.
La foto o imagen que acompaña el texto (sin la cuál no podría entenderse esta verbalización de un trauma) no sólo es contundentemente ratificatoria, sino que además incluye a un actor secundario que está a lado mío. Como se podrá comprobar, las cuatro velas en la torta, son la prueba que cumplía cuatro años. Los jugadores de River Plate son también claramente perceptibles. El niño que está a lado mío, cumplía años el mismo día o uno anterior. Lo recuerdo perfectamente, dado que sí bien la institución educativa a donde me enviaron  mis padres, estaba al mando de los jesuitas, se entronizaba como un sitio de cierto status social (su ubicación geográfica en una de las principales avenidas de una Buenos Aires que despertaba de su pesadilla dictatorial). Al parecer de muy pequeño, se me desarrolló “conciencia de clase”, el niño de a lado, era el hijo del portero o de alguien del servicio de limpieza, si conservo tal recuerdo es porque así nos los hacían sentir. Su torta, que no sale en la foto, era casera, no comprada como se puede ver que era la “mía”. Recuerdo como me gustó su torta (al punto que hoy 34 años después, las tortas caseras, bizcochuelo y dulce de leche, básicas, sencillas, son mis preferidas) y como me desagradó la mía (comprobación que en la infancia es imprescindible la lógica binaria).
Finalmente, vinieron los regalos. Una suerte de aparición del azar. Venían regalos para él como para mí, los dos cumpleañeros, tan iguales como distintos. Le tocó un reloj, lo desee tanto como había deseado que se cumpliera que mi torta tuviese a los jugadores de Boca, mi club, y no los de nuestros antagónicos.
Así como me sucede con las tortas, me sucede algo contundente con el objeto reloj. No los usó, los he usado muy poco en ciertos intervalos de la adolescencia.
Sin embargo, recién ahora voy asimilando algo, por esto mismo, tantos años después lo comparto, a partir de esta reflexión verbalizada. Creo que deseaba fervientemente el reloj, dada su relación con el tiempo.
Era el tiempo, que necesitaba para salir de la boca del cocodrilo que representaba el deseo de mi madre.
Papá no lo pudo o no lo quiso hacer, dado que esta es la función arquetípica de todo padre, según el psicoanálisis: Dice Lacan (1992): “Hay un palo de piedra por supuesto que está ahí, en potencia, en la boca, y eso la contiene, la traba. Eso es lo que se llama falo. Es el palo que te protege si, de repente, eso se cierra.”  

Boca para mí significa no sólo haber salido de la boca del cocodrilo del deseo de mi madre, sino también mi último bastión en donde no cedo, ni mi libertad, ni mi dignidad ni mi elección. Por más que me vean para ese afuera de la manera que crean, no siempre, se encuentra en línea, consustanciado con mi adentro, ni ratificatoria ni adversarialmente.
Concibo el poder desde esta conceptualidad, desde esta experiencia. Fue la primera gran tensión que enfrente, con cierta conciencia en mi vida, en desigualdad de condiciones y solo.  Casi cuarenta años después descubro que me sujeté a lo único que podría haberme dado la posibilidad de ser sujeto, el tiempo.
Soy el de la foto, el de las palabras, sin que eso sea óbice para tener siempre algo más, que de acuerdo a cómo transcurrimos en el tiempo eterno, va decantando, se va develando, se va constituyendo, sin que exista poder alguno que lo detenga.



sábado, 3 de noviembre de 2018

La democracia es lo indecible del poder.



“Lo que circula entre nosotros denominado como vacío, es lo indecible, sin representación para quien advino al lenguaje (sujeto)”. Levín, R. “Hacia un psicoanálisis de lo indecible”. (Psicoanálisis APdeBA - Vol. XXVI - Nº 2 – 2004. Pág. 339). Sí al principio fue el verbo, como reza en las sagradas escrituras, ante sin duda, en la cronología de la historia occidental, debió haber sido, el poema de las dos vías de Parménides que nos insta a que sigamos por lo que expresaba la diosa, voz de su poema: “Vías de indagación que se pueden pensar». La primera es nombrada de la siguiente manera: «que es, y también, no puede ser que no sea»; la segunda: «que no es, y también, es preciso que no sea». La primera vía es la «de la persuasión», que «acompaña a la verdad», mientras que la segunda es «completamente inescrutable» o «impracticable», puesto que «lo que no es» no se puede conocer ni expresar”. (Platón, Timeo I 345, 18–20 dos versos del poema de Parménides).
Claramente Parménides inaugura la vía de lo indecible. Sin embargo, desde su señalamiento, que bien pudo haber sido el prohijar una prohibición, lo que establece es la historia misma de todo lo otro que viene sucediendo con el fenómeno humano. Creyéndonos, desde Platón mismo, con su división entre el mundo eidético y el real, vía participación, habitamos lo indecible, con la firme convicción que las conjeturas que brindamos como palabra, como logos, como concepto, como posibilidad, nos hacen algo más certeros, más auténticos en la experiencia que nos podríamos dar de acuerdo a las atribuciones de lo humano, que implican libertad, felicidad, placer, vida y sus consabidos contrapesos de opresión, tristeza, goce y muerte. Semánticas del desequilibrio o nominalismos oscilantes, nada puede variar que allí donde no estamos es donde la eternidad se consagra. En el no lugar de la experiencia fallida es precisamente, desde donde venimos o hacia donde vamos, en este mientras tanto, que damos en llamar vida, una suerte de epojé o de parentésis homeopática, el entre abrevado entre cielo y tierra en donde transcurridos, es lo accidental, lo pasajero, mientras que aquello, lo inalterable, lo inescrutable, a lo que consagramos tanto temores, como esperanzas, es la razón de ser, de nuestra permanencia finita en este presente al que sólo le dedicamos palabras, que siempre serán escasamente vacuas, para llenar el vacío del que provenimos y hacia donde regresaremos.
Aquí es donde interviene el poder y el triunfo, dialéctico como flagrante de la democracia, como todo lo que nos puede brindar a una comunidad dada, sin que nos cumpla siquiera lo mínimo, lo elemental o lo básico. De todas las formas de organización política que hemos experimentado, no salimos de las mismas, por vía consensual, razonada o bajo la lógica en que previamente nos mantuvieron tras sus normas o prerrogativas. Con esto queremos expresar que es imposible el ansiar, el desear una democracia democrática o que se guie o manifieste bajo tales parámetros.     
Sí en la ambivalencia de lo humano, entre lo agonal de las fuerzas que pugnan, sean como pulsiones de vida o muerte, de verdad y mentira, de esto y lo otro, o las contraposiciones que fuesen, la democracia plantea en la actualidad, la versatilidad conjetural de hacernos creer que el poder puede ser asimilado, maniobrado, manipulado con razón y por sobre todo emoción humana e ilusamente con amor, verdad y justicia.
El pliegue, el borde, por donde, asoma el desborde lo democrático, es de acuerdo a la mayoría de las apreciaciones teóricas e intuitivas, el movimiento, el giro o la disrupción de lo femenino, una suerte de mare magnum, en donde todo parece girar alrededor de la vulva o de la vágina, como siglo atrás, el hombre (en su sentido genérico) giraba desde la hendija del falo.
Podríamos añadir entonces la siguiente apreciación; sí la ley es el padre, el deseo de la madre es la transgresión. “Desde Freud, inventor del psicoanálisis, la maternidad se inscribió como un síntoma de las mujeres, un modo particular de ellas de hacer con la falta. La lógica freudiana para las mujeres parte del no tener el falo, encontrando en el hijo su equivalente. Entonces, ellas se completan o se sienten completas teniendo niños. A partir del psicoanalista Jacques Lacan, el niño no ocupa tanto el lugar del falo de la madre, sino el lugar del objeto que causa su deseo, un objeto de satisfacción no representable, carente de significados, y que escapa a la imagen y al Ideal. De modo que, el lugar del niño en el deseo materno se emparenta con los objetos pulsionales: la voz, la mirada, la caca” (Graciela Giraldi, Psicoanalista. Notas escritas una mañana cualquiera, a la orilla del río Paraná, 2015, Rosario.)
El poder, como lo pulsional por antonomasia de lo indecible de lo humano, embarazó, nuevamente, a nuestra condición, y estamos en tránsito, en proceso, de ser a la vez, al unísono, concomitantemente, la parturienta, el engendrador y el gameto formado.
Nos vamos licuando, en deconstruir los principios mediante los cuáles comprendíamos los conceptos que otrora nos apaciguaban al brindarnos cierta precisión en explicaciones que creíamos o sentíamos como conmensurables, atendibles o que básicamente nos conformaban en un grado mínimo.
No nos tranquilizarán las mismas palabras, modos o dialécticas en las que nos veníamos desenvolviendo de acuerdo a los roles que nos fueron dados o que fuimos heredando.
Lo único cierto, e inmodificable, es que en este plano, desde Parménides, como desde siempre, la vía que pensamos que estamos transitando, no es precisamente la de la verdad o del conocimiento. Esa es de la que provenimos, hacia donde vamos siempre, al concluir esta experiencia de lo finito. En este mientras tanto, todo puede ocurrir, y estaremos más cerca de aceptarlo, es decir de manejarnos con ello, sí es que nos convencemos ( o confabulamos que es lo mismo, hasta tal vez lo sea suprimir y reprimir) de que toda la palabra, toda razón que se articule mediante ella, no puede dejar de traducir, de significar, de representar un beneficio para quién la plantea, y un perjuicio, velado, oculto, por ende engañado o engañoso, para todos aquellos a quienes necesite convencer o persuadir a los efectos de consumirles su fuerza, o cegarlos en su reacción. Esta es la razón por la cual la democracia posee sus horas contadas, el nuevo cuerpo en el que el envase del poder, referirá al fenómeno humano, tiene tras sí, otras formas, otras codificaciones y por ende, estipulará otros movimientos, otras manifestaciones.
Llámese como se llame (incluso le podrán seguir llamando democracia, o neodemocracia o democracia reformada) lo cierto es que ninguna organización de lo humano, podrá ponerle palabras, o un decir, al poder. Este seguirá siendo indecible. Salvo que se haga filosofía, pero para ello, antes que nada y por sobre todo, se debe poetizar. El único índice serio que manifieste un cierto “avance” en términos de calidad de lo humano, debe tener correlación en como tratan sus comunidades a sus poetas. Y tal como sucede con la política, desde Platón a esta parte, en relación al vínculo con nuestros poetas, estamos igual o peor que antaño.

viernes, 28 de septiembre de 2018

La inevitabilidad de la pobreza.


Psicoanalíticamente la falta no sólo nos constituye en nuestra subjetividad, sino que de acuerdo a Lacan, es el verdadero promotor del deseo. La falta por tanto, es ineludible e inevitable. Sí hiciésemos la referencia obligada con lo que hacemos con nuestro corpus social,  la asociación es inmediata y se cae de maduro. A nuestra tan mentada, democracia, como sistema político, escogido y defendido a ultranza, pese a sus ausencias o faltas, le suceden inevitabilidades como la de tener, y sostener, sumergida a parte de su población, de su número, de su propio cuerpo, en la indignidad de la pobreza o de la exclusión.
Hemos naturalizado, o mejor dicho tal falta, se nos ha constituido en una suerte de orden natural del que, adecuaciones elegantes de por medio, no nos corremos si quiera un ápice de tal trazado, que sólo se nos hace evidente como síntoma.
El síntoma, es decir la manera, la forma, en la que podemos advertir de como esto mismo esta funcionando es el número. El número que indica la cantidad de pobres, el número que indica la cantidad de migrantes, carentes o marginales. El número que nos dice que estamos a salvo de ello, que no estamos en tal categoría.
La inevitabilidad de la pobreza, nos condena a esto mismo. A que la pobreza sea un mal necesario de lo humano, y que sólo tengamos,  medios, recursos, instrumentos, operados por ganas, deseo y voluntad, para que no seamos nosotros los pobres o  marginales, en el mejor de los casos, tampoco los nuestros. Este campo de lo “nuestro”, se extiende a ciertos familiares y amigos, que en su capilaridad, inquietante de un mundo de consumo individualista termina de forjar lo que conocemos hoy como la lógica instrumental del sistema de partidos que sostiene la entente democrática.
La democracia se sostiene en la falta de posibilidad de alimentarse, a la que somete a parte integrante y fundamental de la población a la que gobierna, en nombre de ese imposible de completar tal falta.
La anemia democrática es en verdad, la de un sistema que se pretende en la cúspide de la defensa y la promoción de los derechos del hombre, cuando en verdad es la excusa perfecta, como ilusión necesaria, para que en un campo concertado, se desate una batalla descomunal entre diferentes facciones (las organizaciones que constituyen la institucionalidad democrática) que fragorosamente, pelean porque menos de los suyos caigan en el sótano de la pobreza y de la marginalidad, o en verdad para no estar cerca de tal abismo (es decir no perder capacidad de compra y de consumo, que es la única aspiración que logra el hombre democrático, sí es que se alimenta y come)que es básicamente lo que se define en todas y cada una de las elecciones que se llevan a cabo en las distintas aldeas de occidente.
Cuando, ciertos informes estadísticos, aumentados por la réplica de los medios de comunicación, nos señalan en número, y más luego su astuta traducción (los informes de carne y hueso, de esas historias terribles y desgarradoras, o cuando de casualidad nos cruzamos con algún pobre paseando su indignidad) de qué se trata la pobreza, a no pocos les surge el odio a esa clase o condición (se acuño el concepto “aporofobia”) que es en verdad la reacción a un temor primario. Todos tememos el caer en tal falta, para más luego, cuando nos alejamos de la tensión de ese temor, o lo podemos desatar medianamente bien, nos asoma y nos asola la culpa por no ser nosotros los pobres, por no tener el dolor de tal falta.
La pobreza se nos torna, inevitable, no sólo cómo condición necesaria para el sostenimiento de la institucionalidad política, no sólo como razón operativa de mercado, la pobreza se nos torna inevitable, triplemente, porque anida en la razón a la que no entendemos como tal, porque se imbricó en la falta que nos constituye.
El problema de la pobreza, jamás puede ser ni diagnosticado ni tratado mediante su síntoma, mediante el número, esta es la prueba fehaciente de que en verdad, por el camino que vamos, lo único  que nos preocupa de la pobreza es que no seamos nosotros los pobres o que estemos lo más lejos posible de tal calamidad,  cayendo en la trampa de creer que lo lograremos acumulando y aquilatando material, que no nos llena ni llenará, que no cubre la falta.
Insistimos la pobreza, en su inevitabilidad ya pertenece a  una suerte de orden natural en que devino, o en que hemos devenido nuestra propia historia de la humanidad. Debemos deconstruir la noción de lo político, de lo pobre y de lo democrático. El logos, la razón, la palabra es un elemento, todo lo otro, el terreno del desconcierto, en vez de aterirnos, de hacernos hesitar, debe estimularnos, provocarnos a que nos constituyamos, incorporando otros “fantasmas” que cubran nuestra falta a la que hemos sido arrojados a la existencia .





jueves, 30 de agosto de 2018

Una relación de mierda.


Sigmund Freud sostenía que el dinero y las haces eran equivalente simbólicos. El placer que obtenemos al retener o al largar la materia fecal, se corresponde con la forma en la que nos manejamos con el uso del dinero. Si acumulamos, atesoramos, no lo largamos, es en definitiva no porque tengamos, sino porque no la queremos gastar. La ecuación es sencilla, rico es en definitiva el que no tiene nada propio. El largar, hacerla circular, tanto como inversión o gasto, cobra sentido, en toda su dimensión, mediante la traducibilidad, es decir mediante la cotización que hagamos de los intercambios. Mientras más consolidado y seguro estemos de lo que hacemos, mas podemos hacerlo valer ante los otros con los que nos correspondemos en el transitar el intercambio y por ende de la existencia, ontológica, como colectiva y de mercado. Esto es básicamente la confianza, de la que hablan los que no la tienen o no la generan. El día que entendamos o que queramos, que los números nos cierren o se traduzcan, favorablemente, nos daremos cuenta que más que economistas, necesitamos personas que piensen en las distintas áreas de gobierno.

Lo propio, lo de uno, más luego, debe ser siempre, indefectiblemente, validado por un otro. Si yo digo que esto es mío, debe existir un ámbito para que otros se notifiquen de mi manifestación de propiedad, hasta para el caso de que la pretendan para sí o me la pidan prestado. Por lo general el circuito de validaciones, es algo más sofisticado, o más entretejido que una lisa y llana transferencia. Se nota con excesiva claridad en el ámbito educativo-profesional. Para ser un doctor en algo, se necesita haber pasado por cientos de exámenes, haber aprobado la consideración de tantísimos docentes, más la consabida convivencia con pares, para luego, tener la legalidad como la legitimidad de cobrar honorarios por una actividad regulada en el concierto de la comunidad en donde uno se desenvuelva. Ahora bien, y existen muchos casos por cierto, se puede comprar un título de algo, que más allá de la encrucijada moral y la acción claramente ilegal, tenga como finalidad aquello que se expresa siempre de seguir estudiando y no abandonar, para al menos tener el título colgado, por más que no se trabaje ni se haga nada más con el mismo. Esta es la acción que define al rico en relación al dinero. Al acumular, es decir al obtener el título de grado, robando el espíritu y la finalidad del mismo (es decir comprándolo para atesorarlo) quién piensa que obtiene algo en verdad desvirtúa el concepto del tener. Es decir lo violenta, lo cosifica y lo petrifica en una mera transacción que le hace perder al comprador, como a la compra, la razón de ser de ambos, cómo y por sobre todo, del intercambio. De aquí que, el rico en el fondo, nunca tiene nada propio, nada que le haya valido la pena, sino que acumula transacciones para finalmente para la transacción, es decir no gastar. Para continuar con una proyección en clave psicoanalítica, podríamos decir que el rico, nunca deja de ser el niño que guarda los dulces que obtuvo en el cumpleaños, para llevárselo al significante madre y no consumirlo ni hacer nada mas con esos dulces, que perpetuar su relación de niño para con esa madre, mostrándoles tales adquisiciones y ofrendándoselas.
Las relaciones de sentido, adultas y extrapolando, las comunidades o sus mercados, en donde la traducibilidad, el intercambio, se encuentra más razonado, genera ámbitos más productivos como ecuánimes.
Es decir ninguna sociedad con altos índices de pobreza y marginalidad, puede tener o acarrear estos problemas, solamente por variables o variantes económicas.
Sí los ciudadanos de las aldeas occidentales, en donde las tormentas económicas, financieras, de tipos de cambio, de recesión, inflación, estanflación o de cualquier anomalía en términos de administración, piensan, creen, sienten o se convencen que tales situaciones coyunturales se pueden solucionar bajo resultantes numéricos, es decir mediante enclaves económicos, entonces tal aldea, tendrá más que un problema puntual, sino uno conceptual y de entendimiento pleno. Cualquier suma, que de lo que sea, hará de tal lugar, un sitio, en los términos que fuese, inviable.
Hasta la reforma protestante la humanidad concebía al dinero como algo sucio, oscuro, demoníaco. Luego de tal hito, se endioso a lo que era el vil metal y la traducibilidad, como la acumulación, se constituyeron en dogmas incuestionables.
Debemos repensar la relación de mierda que tenemos con el dinero, tanto en el ámbito del lenguaje evidente, como en el estructurado como tal en el inconsciente. Lo que podríamos hacer mientras tanto, es seguir escuchando a los que hablan de números, pero sin dejar de comprender que ellos ven la fotografía, el fenómeno superficial, en definitiva el resultante. Nos dicen el olor que tiene la mierda, pero no la relación que tenemos y por ende como mejorarla, para esto están las personas que piensan (llámese intelectuales, filósofos o como fuese) y estos son los que debieran estar más en contacto, más a mano, más cercanos con las personas, que votadas por el pueblo, toman las decisiones que impactan en la comunidad.
Usted podrá retener este pensamiento o hacerlo circular.


domingo, 5 de agosto de 2018

El deseo no se expresa en lo manifiesto.


Tal como en la afirmación Hegeliana “Yo no soy nada, lo otro de mí lo es todo”,  nada que pretendemos desde lo más auténtico de nuestro ser, podemos exteriorizarlo desde la traducibilidad de las palabras. El poder de garabatear signos, no es más que el síntoma expreso de la mudez a la que no podemos escapar, del contundente y silente presidio a la que nos condena el sinsentido. Esto mismo se explica sólo sí en la medida de su no explicación, mediante palabras, tras la epocalidad en la que transitamos, bajo la conciencia en la que nos creemos lógicos como comunicables.
Que seamos finitos, que perezcamos sin aceptar este contundente condicionamiento, es la prueba efectiva de que estamos habitando otro lugar, en donde latimos más profundamente, o para decirlo de otro modo, somos más auténticamente, donde tal vez los deseos se correspondan con nuestros actos o sensaciones más palmariamente.
Sí es que alguna vez hemos pensado, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, es porque naturalmente, podamos ser, una versión diferente, apocada o disminuida de la que potencialmente pudimos desarrollar y que por ello, tendemos a desear lo imposible de un mundo que se nos escapa de la mundanidad finita.
Ningún ejemplo será tan explícito cuando afirmamos que estamos realizando algo que lo hacemos porque nos interesa el otro, el colectivo o lo público. Nada es menos real que expresar que hacemos algo que nos impulsa por lo que nos excede, por lo que nos es ajeno, lo que no nos pertenece. En todo caso, o en el mejor de los casos, lo hacemos, porque tememos a eso que se nos presenta como extraño y por tanto, pretendemos tutelarlo o maniobrarlo, desde la bondad, que no deja de ser el engaño, de que estamos interesados en tener el control de manejar, lo otro, por temor a ser manejados o tutelados por eso mismo que desconocemos.
Es muy difícil el reconocer esto, el ponerlo en palabras, difundirlo y actuar en consecuencia. La palabra, ni bien expresa, ya construye literaturidad, es su verdadera razón de ser. La semántica no pretende tener ningún valor de verdad, sino solamente de señalamiento. La nominalidad no busca discernir, sino simplemente caracterizar. La verdad, a decir de I. Bergman es sólo la pasión de los mentirosos, es un canal de ida en la que la salida se corresponde con el mismo ticket de entrada.
Tal como indica la teoría psicoanalítica, el inconsciente, estructurado como un lenguaje, nos manifestaría sus posiciones por intermedio de lo sabido; sueños, chistes y lo decodificable, analista mediante.
Sin embargo, es necesario, como imprescindible que en todo lo que creemos o definimos como asuntos públicos, a través de lo que comunican los medios de prensa, podamos socializar este principio que podría sintetizarse como; Nadie que nos prometa lo mejor para todos, está en su búsqueda o tiene tal intención.
En el oxímoron de la definición democrática, su imposible es lo perverso. Nadie quiere ser gobernado por el pueblo, dado que este o es el otro, o en su significante extenso, no es nadie.
Más allá de lo que podamos querer para cada uno de nosotros, muy difícilmente, queramos para organizarnos social o políticamente, ser gobernado por un otro o por nadie en el engaño del todos o del pueblo. Esto es lo que nos promete lo democrático, lo que inercialmente, aceptamos como un supuesto deseo colectivo, que no es tal, ni por asomo.
Sería interesante que manifestemos lo que deseamos, mediante los canales que vayamos encontrando y que se correspondan con lo eso que pretendamos.
Los poderes del estado, constituidos, instaurados y legitimados, por la prensa que únicamente se encarga en sostener tal régimen, tal status quo, jamás dirá que es lo que pretendemos o deseamos, por ello, los medios de  comunicación, solo expresan lo expresable, no solamente porque están codificados como una tabla en donde se manifiestan mediante el lenguaje socialmente aceptable.
Es decir, sí tuviésemos un canal de noticias, un  periódico o una radio, en donde sólo se brindaran todas y cada una de las informaciones que tengan que ver con lo público y no desde donde emanan o sale esos supuestos manifiestos (el poder político, el poder institucional, el poder académico, el poder religioso, el poder económico y todo poder  que oblitera lo que enuncia se encargará el trabajar u ocuparse de los demás) podríamos dar por sentado, que a la humanidad le interesa algo que tiene que ver con su propio género y que exceda la individualidad del que está pensando, enunciando o comunicando.
Desear, expresar y manifestar, podrían ser sinónimos o significar aspectos semejantes, esto no sólo es prueba fehaciente de los límites del lenguaje y por ende de nuestros propios límites, sino por sobre todo, que nada que tenga que ver con el todos, de lo colectivo, de eso que la política nos presenta como democrático, saldrá de algo que no tenga que ver con un aspecto personalísimo de cada uno de los existentes, que apenas nos diferenciamos de los que nos rodean, por atravesar cosas semejantes o iguales en un fractal de espacio-tiempo, distinto o diferente.
Esto es todo nuestro fenómeno humano, al resto lo dimos en llamar literatura y es lo que nos solapa, narcotiza y adormece, haciéndonos creer que estamos encaminados por un deseo o sueño, del que más nos alejamos a medida que creemos alcanzarlo o asirlo.
La sexualidad es el correlato del pliegue en donde creemos estar actuando por otra cosa que no es más que lo instintivo de continuar, pese a que no nos preguntemos o preguntándonos, más allá de las respuestas que podamos encontrar, sí es que vale la pena la experiencia humana. La sexualidad, en última instancia es el consuelo de nuestras carencias, las irredentas  respuestas que no refieren a lo que nos preguntamos o lo que podríamos pretender ser mediante esas preguntas que tal vez no se correspondan ni con nuestros miedos ni con los medios que tengamos como para hacerlos visibles.
Tener sexo es como ir a votar, en el mejor de los casos, no sabemos muy bien porque lo hacemos, que nos impulsa a ello, pero nos gusta, nos debilita, fortaleciéndonos, nos engrandece en la medida que nos empantana.
No nos interpelamos en nuestra sexualidad, en preguntarnos en que buscamos al perpetrar la continuidad de la especie, bajo el argumento no expresado de que alguna vez lo haremos mejor, tal como cuando votamos o cuando nos organizamos políticamente, siempre esperanzados por un deseo que no sabemos sí es tal.
Conviene que busquemos, bajo esas otras lógicas, que es lo que queremos, sí es que queremos algo y si podemos plantearnos esto mismo, bajo estos términos. De lo contrario, seguiremos haciendo lo que hasta ahora, que no es más que lo igual, o variaciones muy escasas de un modelo que aburre, cuando no oprime, otras posibilidades de ser, que tal vez, se animen a ir más allá del límite, de lo pensado o de lo deseado.






martes, 31 de julio de 2018

La indiferencia el arma concedida a los estultos.


Tal como narra magistralmente el danés Andersen (junto a Kierkegaard las celebridades del país desde donde la empresa Lego señorea al menos en occidente, a nivel de juguetes creativos) en uno de sus tantos,  celebrados cuentos, en este caso en el “nuevo traje del emperador”, la trama se consolida mediante el temor que profieren los incapaces,  que afectados por la inseguridad de sus límites que no reconocen, negando tales limitaciones, se enredan en las ilusiones y mentiras de otros, que a sabiendas de la impostura de estos, fabrican un mundo ficticio, en donde los estultos se creen sabios y termina todo como en el cuento, saliendo un rey desnudo a un acto público, creyendo que va con las mejores ropas, aplaudido por una cohorte de lisonjeros y lamebotas que a final del día, siquiera perciben que lo más virtuoso que poseen es tal capacidad de genuflexión y de concesiones laudatorias, para con sus reyes o amos absolutos. Esto no sería novedad, es decir no estamos, hasta ahora, agregando nada que no haya expresado, con mayor calidad, dinámica y poder de encantamiento, siglos atrás, Andersen.
La pena, irredenta, que les cabe a estos señores grises, estos don nadie, que teniendo la posibilidad de conseguirse un nombre y apellido, o dejar sus propias huellas en el sendero de la humanidad, la obturan por la supuesta seguridad o confort que les pueda llegar a dar (sensación ilusoria, además) un par de mendrugos que les sobran al amo-patrón del  que dependen en grado sumo y por el cual se aniquilan la posibilidad de ser, es precisamente esta, la de no llegar nunca a terminar de constituirse como entidades en el plano humano.
Ser indiferente es negar al otro. En la trama, compleja de la otredad, el camino más cruento es el de precisamente, censurarle la existencia, a ese que no es uno y que no se le reconoce. Para que un ser humano llegue a este extremo de agresividad, precisamente, es porque no alcanzo nunca en verdad la condición de sujeto, no tuvo la posibilidad de sentirse en plenitud consigo mismo y por ende, irradiar su humanidad o emprender la aventura de ser en sentido pleno. Ante la carencia, reacciona, con iracundia, con violencia, destilando lo peor que le han dado, que es ni más ni menos un ser mutilado, que preso de la incompletud, regurgita, el veneno que le hubieron de inocular, imposibilitándole como ser humano y vomitando, agresión mediante, la falta, lo ausente que enmarca la dimensión sideral de tal carencia.
No pasa porque el amo sometedor, juegue al esclavo cómo en la canción de la mítica banda de rock “Patricio rey y los redonditos de ricota”, dado que obrando de esta manera, existe conciencia y perversidad al esconderse en el antagonista, en reconocerlo a ese otro, desde la rivalidad de supuestamente representar, o tutelar también sus intereses.
En la indiferencia, el patronímico primigenio que coarta la libertad humana en nombre de garantizarla, despliega a millares de centuriones que van por el cometido de negar la existencia de quiénes osen pensar, cuestionar las cosas dadas o simplemente preguntar sin pedir permisos o concesiones.
El orden establecido que se sostiene en la pobreza conceptual de cada uno de sus integrantes que no se plantean el vivenciar la experiencia plena de la humanidad, riega cual vergel destinado al ocio distractivo a la jauría de cancerberos, que privados de la posibilidad de advertir la presencia de los otros, en lo único que ratifican su existencia es en su presencia tenebrosa, rendidos a los pies de quiénes los ponen en funciones y les insuflan su razón de ser.
Son los cortesanos de aquel Rey descripto por Andersen, quiénes habiendo perdido la posibilidad de construirse una identidad, a cambio de rasgar las vestiduras oficiales, tienen como objetivo no advertir la presencia de esos otros, que preguntan, pensando la verdadera razón de un ser humano en la tierra, más allá de las funciones que pueda, quiera o pretenda ejercer en el mientras tanto.
Sí existiese algún tipo de continuidad para el cuento del danés, suponiendo que pensó en que su público lector, infantil, pasase al mundo adulto, sin que esto signifique nada más que otro estadio, podríamos arriesgar que el rey, no se da cuenta que va desnudo, sino en todo caso, que todos, el resto, están desnudos y por ende, posiblemente, tal vez él.
El mejor combustible, dinamizador de la experiencia repetitiva y maquinal que practican los centuriones, desangelados y coartados en su posibilidad de ser, es el que obtienen mediante el poder, fáctico, concreto, real, de suponer que están tomando decisiones y que con tales discrecionalidades le modifican la vida a todos los que a ellos se les antoje, salvo a los que cuestionan tal supuesto poder o posibilidad, a estos lo destierran, tratándolos con indiferencia.
Cada vez, cada instancia en cada oportunidad, en que uno de estos centuriones, que estos lisonjeros del incuestionado poder, en el que reposan sus supuestas seguridades, no otorgan una firma, un derecho, un recurso, una posibilidad, a alguien que con su simple proceder u obrar, es decir con el sencillo vivir, demuestran que puede existir otra manera de ser en el mundo, temen el realizar tal cometido, para no verse desnudos, desolados y descarnados con sus propias pieles, con sus órganos, con sus genitales al viento, de los que tampoco deben estar ni conformes ni seguros, porque carecen, de valor, para tomar del destino de sus propias demostrar, y con ello, experimentar con profundidad lo que ofrece la condición humana.

   

jueves, 5 de julio de 2018

La tiranía del número o el síntoma de nuestro vacilar.



A diferencia del concepto, la cifra es indiscutible, inescrutable, inexpugnable, inapelable,  incuestionable y podríamos arriesgar, inhumana. En verdad es producto de lo humano, una suerte de reverberación, de herramienta o instrumental, que terminó, o termina,  obliterando, ocluyendo nuestras posibilidades más acabadas de entendimiento y por ende de traducibilidad (en la paradoja de haber sido alumbrado para lo contrario). Es decir, sabemos el precio de las cosas, más no así su valor, nos desesperamos por los índices macro como micro económicos, o por los indicadores numéricos que reflejarían nuestra salubridad o de que enfermedad estamos escapando, pero no cómo nos sentimos o que nos podría hacer más feliz. Creemos ser democráticos, por participar, como número, optando entre los que se nos ofrecen y obedeciendo a quién prevaleció por otro número que dictaminará su sentencia, que le pone cifra al pacto social, que se transforma en tal instancia, en una cuenta numérica.  Como sucede con los escritores, que caen en la tiranía, pese a creer habitar en el concepto. Los que se definen por la cantidad de libros que escribieron, editaron o vendieron, por la cantidad de lectores, de público que concitan sus acciones intelectuales o tertulias, convirtiéndose estos, en los tránsfugas de aquella causa, que dicen abrazar o encabezar, la del hombre como ser indiscernible de su posibilidad de pensar, como de expresar o exteriorizar estos pensamientos. Tal como la del banco, esa que nos dice, cuánto tenemos, cuantos autos, o de que año, podemos acceder, cuantos kilómetros más lejos podemos transitar, cuantas casas, terrenos, bienes muebles o inmuebles podemos ostentar, mediante ese número, que borra, acaso, lo conceptual y por ende lo más importante, nuestra noción auténtica de lo humano, como lo que no puede ser definido, ni absolutizado por un producto de nuestros propios temores, como lo es el número; un mero síntoma de nuestras vacilaciones.
En términos psicoanalíticos, o en su codificación, en su estructuración, el número es un síntoma. Para Lacan, los síntomas eran efectos del lenguaje, podríamos ajustar la significación y redefinirlo como defectos del lenguaje, es decir, lo ausente del mismo, es decir, el número. Siguiendo con lo propuesto por el autor francés, el síntoma es una manera que encuentra el sujeto de gozar. Gozar  que no es placer, sino una satisfacción paradójica que implica a las pulsiones parciales y conlleva a la vez sufrimiento.
Esto es lo que hacemos sistemáticamente, con respecto al síntoma número y sin darnos cuenta. Nos blindamos en el mismo, nos replegamos en su amparo que nos refiere a su noción de útero, que nos seduce, maternalmente, a los efectos de que no salgamos en nuestra búsqueda de realización humana. Obliterados, sujetos, atados umbilicalmente, nos privamos del placer que nos daría una humanidad realizada, por la intermediación o interdicción de ese goce, que no es más que la traducción imposible del número, que nunca nos terminará dando, aquello que buscamos que nos complete. El asirnos en la destemplanza de lo incierto, como imposibilidad, nos impele al accionar, dramático o sintomático de pretender, el imposible, de traducirnos, mediante la cifra cosificada, caemos en el reinado del goce, que nos hunde cada vez más al hacernos creer que con ello nos  estamos aferrando a algo, o construyendo una salida, un éxito (aprovechando el concepto en el inglés de exit).
El número funge síntoma e interactúa a nivel sistémico, transformando el proceso, colectivo, es decir económico, en depresivo.
La depresión económica, que se manifiesta en los índices de pobreza, de marginalidad, los desajustes financieros, como inflación, recesión, burbujas o bicicletas financieras, no son más que la depresión en sí misma, que cómo síntoma, está indicando el número,  o mejor dicho su tiranía, su accionar tiránico tal como en la lógica del amo, nos ponemos bajo él, en condición de esclavos, privándonos de nuestra posibilidad de conquista de ser por nosotros mismos, de realizarnos desde y para nuestra hábitat natural, que es el concepto, el logos, la palabra.
Quién pretendiera absolutizar el accionar filosófico, determinó que el vacilar de las cosas no es más que la revolución. Que vacilemos es señal, como síntoma, que estamos enfermos, en la paradoja que sólo los cuerpos vivos, enferman.
El número nunca cierra, nunca puede terminar de ser real. El número es lo más alocado, y poético, en el sentido peyorativo que se le da al término (sobre todo por parte de quiénes tienen todo, lo material, y muy pocas posibilidades o deseos de pensar o poetizar, que es lo mismo) que pudimos haber inventado.
El número es la muestra cabal de nuestras debilidades, de nuestros trémulos temores, de nuestra perfidia y por sobre todo, de nuestra insignificancia.
  

viernes, 8 de junio de 2018

Sólo hay vida humana, cuando se manifiesta el deseo.



Desde ciertos sectores se pretende abonar la tesis cientificista, de qué la vida humana posee un comienzo, preciso, unívoco y taxativo, en el momento mismo de la concepción. El derecho, que, no es más ni menos que la burda pretensión, de hacer ciencia de la palabra como imperativo (es decir desde lo tautológico que se define como un proceso, que en algún momento, se discute, se debate o se desafía, cuando en verdad esto apenas es así, por puro montaje, a los únicos efectos escenográficos que dieron en llamar antítesis) apostrofa en todas y cada una de las oportunidades normativas que se concelebran para darle legitimidad, es decir para que se le rinda, la debida como impracticable obediencia.
Sí existiese la vida, desde el momento mismo de la concepción, festejaríamos nuestros cumpleaños, la conmemoración de nuestros natalicios, en tal momento y no cuando lo hacemos, al momento que salimos del útero o en que nos alumbran a la realidad presente. No se trata de una argumentación baladí, expresamos, tal como vulgarmente se dice, el más común de los sentidos, el sentido común, que no significa que tengamos, sobradamente otros argumentos, para recordarnos en la obviedad, de qué al ser seres deseantes, esto es lo único que nos define, como seres y que por tanto, debe ser considerado, como razón principal para saber sí existe vida, tal como la entendemos, en un determinado organismo.
La vida no existe como una abstracción. Es decir, en caso de que quedemos solos ante el mundo, no tengamos a ningún otro para reconocernos en tales, la vida pasaría a ser no vida o una no reconocida en la dimensión actual, por más que la concepción, diga que tal sujeto, es un ser viviente y tiene derechos por tanto. Sin embargo, el derecho sí pasaría a ser, cabalmente la abstracción que es. En la actualidad, principios jurídicos consagrados no permiten la posibilidad de que personas vivan en la pobreza y la indignidad, o penalizan a quiénes puedan favorecer esto mismo, sin que tengamos noticias con respecto a la disminución en los últimos años de los horripilantes, como vergonzantes, índices que nos ensalzan en lo humano, soportando, que sólo lo seamos de ratos, en los que nos olvidamos de los que tienen hambre o sed y a los que alimentamos sólo con una falsa, como en el fondo, ruin expectativa.
Tutelar las ausencias, no es más que fagocitarlas. Nadie lucha, ni se preocupa menos que aquel que se precia de hacer de eso que denuncia, declamando, su causa, doblemente ajena. Porque no la padece, ni tampoco le interesa subsanar la misma, sólo lo moviliza, la adrenalina que gesta, al azuzarlo, esto mismo lo posiciona, en una suerte de atalaya moral, que lo enriquece vilmente, a expensas de las carencias, por las que dice estar luchando o declamando. No es raro, ni casual, que estos oportunistas, no hagan más que apocar, que trivializar y denostar, peyorativamente, lo conceptual como lo filosófico.
Son los que aferrados, acendrados, en lo inexpugnable de la docta ignorancia, quieren hacernos creer que la ciencia existió antes que la humanidad, ateridos en la maraña leguleya, pretenden que la felicidad sea un hecho porque lo dicta una norma.   
 No existen, ni existirán menos pobres, en  caso de que más personas se encarguen de resolver esa pobreza que les resulta ajena o les excede. A contrario sensu, posiblemente,  sea un obstáculo, el combatir la pobreza, ante tantos que dicen hacerlo; probablemente, la clave resida, en que los propios pobres, sean quiénes, de alguna u otra manera, puedan reformular el vínculo o la relación de lo humano, con sus extensiones, con sus objetos y de tal manera, reconvertir, reconfigurar, redimensionar, deconstruir, no solo su pobreza, sino lo humano, en toda su complexión. Bajo esta lógica, bajo esta posibilidad, bajo este sendero, no sólo que es un estorbo, sino también un impedimento, aquellos que dicen hacer algo por otros, a los que tutelan con el único fin de sacarles lo poco que les queda o que poseen.
No debe existir nada más dictatorial, en sentido potencial, que pretender tutelar,  o constituirse en la salvaguarda de la fusión de gametos. Llámese como se llame, tal organismo, y por más que antojadizamente, una lógica jurídica, performativamente (es decir desde el vamos, argumentándose en el decir, en el expresar, en el nombrar) pretenda ordenar, clasificar y determinar, qué es la vida, cuando la hay y cuando no, la misma, sólo se puede sostener, como tal, es decir cómo vida, cuando se manifiesta en su deseo de ser.
Por más crudo, que pueda sonarnos, que pueda reflejar nuestra condición de lo humano, sólo reconocemos la existencia de lo otro, cuando se nos figura como algo. Es más que obvio, como evidente, que cuando queremos dañar a alguien, lo destratamos con una frase que refiere a que no lo conocemos: “No existe” solemos expresar ante ese otro  al que violentamos, no reconociéndolo en su entidad. En sentido contrario, el llevar un antecedente semántico, como el apellido, es signo de pertenencia, para que precisamente nos conozcan, una carta de presentación que dice cosas, acerca de donde provenimos (en sociedades cerradas, incluso la marca del apellido no permite la identificación de los individuos de mismo apellido pero características o comportamientos sociales diferentes).
La vida, comienza a existir, cuando se manifiesta en su deseo de ser tal. Sea en el útero de alguien, o en la probeta de un laboratorio, un humano en formación, en determinado momento (que no puede ser precisado con exactitud por ciencia alguna, así como tampoco puede determinar el color de la felicidad, el olor del alma, o la textura del dolor) se manifestará y recién cobrará entidad, será vida, cuando sea reconocido por ese otro, que por lo general es la madre que siente su vientre mover o un médico, percibir un movimiento o una reacción que le indique que algo está surgiendo, que eso que antes era un fenómeno, casi de inexpresión, cobra vida, se manifiesta en deseo.
Se nos mueren, y se nos seguirán muriendo a tantos a quiénes no reconocemos en su identidad de sujetos, por más que se manifiesten, y en esta tragedia de lo humano, existen quiénes, nos piden, exigen y proponen que nos ocupemos de aquellos a los que la vida aún no se los alumbró, en la constitución del deseo de ser vida.
En el nombre del potencial de la vida, no sólo que nos quieren juzgar por acciones no cometidas, sino distraer la atención que debiéramos dedicar (dado que es finita y limitada) para esos cientos de millones, que aun expresándose, llevando al límite la manifestación de lo humano, les hacemos oídos sordos, los mutilamos, los aniquilamos en su identidad, abortándolos en nombre de vidas que aún no son (por más que la fantasía jurídica pretenda vindicar lo contrario), y que hasta que no se manifiesten como tales, dependerán de la configuración, sea de otros o de un destino, que nunca nos pertenecerá, ni a uno, ni a nadie, mucho menos a una norma, a una ley o a un conjunto de ellas, dado que lo humano, trasciende sus propios dictados, movilizado por un deseo, que siempre es indómito como tendiente a expresarse para confirmarse como algo viviente.

"Somos seres deseantes, destinados a la incompletud...es eso lo que nos hace caminar." Jacques Lacan.

Artículo por Francisco Tomás González Cabañas.


  






martes, 29 de mayo de 2018

La democracia no cree en la democracia.


Así como, de acuerdo a Cristina Calcagnini para “caracterizar el inconsciente freudiano habría una fórmula: Dios no cree en Dios, que es lo mismo que decir hay inconsciente”, las generales de la ley le corresponderían a nuestras democracias representativas a las que podríamos comprender en sus abismales filtraciones, en sus siderales vacíos, al adolecer ésta de la convicción de creer en sí misma, que sería lo mismo que decir que hay un pueblo a la deriva,  desguarnecido, empobrecido, asediado por problemáticas indignantes e inhumanas,  privado de una institucionalidad que lo ordene, bajo parámetros en los que se consensue un acuerdo que dote de sentido a esa voluntad general con posibilidades de firmar un contrato social que se defina, semántica como conceptualmente: de democrático.   
“La ley misma no llega quizá, no nos llega, sino transgrediendo la figura de toda representación posible. Cosa difícil de concebir, como es difícil de concebir cualquier cosa que esté más allá de la representación, pero que obliga quizás a pensar completamente de otro modo”. (Derrida, J. “La deconstrucción en las fronteras de la filosofía”. Paidós. 1989. Buenos Aires. Pág. 122).
Esto mismo que parece orillar la obviedad de una tautología, es sin embargo lo que en cada aldea que se define como democrática, sucede cotidianamente. Queremos creer en la democracia, más no así en quiénes la representan. Esta dislocación del  sentido de lo político, nos define en cuanto a nuestra paradojal, como palmaria, contradicción, que más que tal, se transforma en una contracción.
Contracción es un término clave. Gramaticalmente es cuando la pronunciación de dos palabras origina una palabra nueva. Clínicamente es el trabajo de parto que alumbrará más luego el nacimiento o la posibilidad de que este se dé.
Arriesgaremos en afirmar que en nuestra contracción democrática, dos fuerzas antagónicas, sin ánimo de anteponerse una por sobre otra, pero en la obligación de convivir armónicamente, se azuzan, cuando no se trenzan en una disputa sin cuartel y sin final.   
Nos gobiernan en nombre nuestro (del pueblo, de la ciudadanía, garantizándonos libertad de expresión y libertad electoral o de voto, elección u opción condicionada) sin que podamos hacer otra cosa que delegar en nombres concretos tal poder. Caemos en la representación y desde ese momento dejamos de creer en la idea de lo democrático en su estado puro. Hasta los propios representantes, dejan de creer en el sistema que los ungió, como, concomitantemente, en sí mismos. Retomando aquello de Freud que definió lo inconsciente (dios descreyendo de sí mismo), nuestra transgresión (en la salida a la representación, que plantea Derrida) no es lineal, directa u obvia (de único camino). De ser así, viviríamos en estados revolucionarios permanentes, en las reconversiones del orden establecido, a cada rato o de seguido. Sin embargo, nos transgredimos, al montarnos en un teatro de operaciones (que ya es una representación de la realidad) en donde hacemos de cuenta que creemos en lo que no creemos. Vivimos en las interfaces de medios de comunicación, de la virtualidad de redes sociales, que nos alimentan, contumazmente de qué racionalmente, es imposible creer en los representantes de lo democrático (los políticos), cuando en verdad, no creemos en la democracia, ni como forma, ni como valor, apenas lo sostenemos como símbolo de aquello que transgredimos, procaz como permanentemente.   
 Tal como veremos en la cita de Habermas, que recuerda una reflexión de Marcuse, sí actuásemos con lógica, raciocinio, y dentro de los marcos legales de la institucionalidad democrática, tendríamos que hacer uso del siguiente derecho, en nombre de la democracia: “Apelar al derecho a la resistencia es apelar a una ley superior, que tiene validez universal, esto es, que trasciende el derecho y el privilegio autodefinidos de un grupo particular. Y existe realmente una estrecha conexión entre el derecho a la resistencia y la ley natural…Si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse como derechos universales”. (Habermas, J. “La psique al termidor y el renacimiento de la subjetividad rebelde”. Simposio Marzo 1980).
No nos afecta, no nos asusta, ni tampoco nos rebela, la pobreza, la marginalidad o todo de lo que nos priva lo democrático. Nos quedamos, con la transgresión de hacer de cuenta que creemos, en eso mismo (en la democracia como expresión de un sistema que nos integre, que nos respete, que establezca prioridades para los que se encuentren relegados en relación a los que no) en que no creemos, dejándonos, normativamente, la posibilidad, de que nunca usaremos, de elegir otro sistema que no sea el democrático, por la falla de este en su integralidad y no en su conformación (adjudicar la culpa o responsabilidad a la casta, la clase o la política).
La palabra representa un concepto, una idea, finalmente, una aspiración, un deseo. Los cambios, las modificaciones, no se logran desde lo nominal, desde la denominación de una cosa por otra, que finalmente nos siga significando lo mismo, por el ruido de un significante que suene distinto.
Cuando, tengamos la posibilidad que la contracción democrática, nos depare en el entendimiento de que la transgresión, como salida, la subversión como instancia superadora o complementaria, la revolución del sentido a decir de la poeta Alejandra Pizarnik, nos conmueva en la humana comprensión de  que “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” recién en tal contexto podríamos animarnos a creer que deseamos habitar bajo principios democráticos, en el mientras tanto, hacemos de cuenta, actuamos tal convencimiento, y a veces nos sale bien, la actuación, y otras no, tan solo esto es lo que define el público, como el votante, con su aplauso, como con su voto, a sabiendas, sin que lo que lo reconozcamos abiertamente, que asistimos a una teatralización de la vida real o de una supuesta verdad representada, como democrática.   


lunes, 23 de abril de 2018

La lógica de la democracia o del fantasma de Lacan.



“La palabra se define y nos define, ¿acaso no hemos llegado hasta hacer surgir el universo de ella? Y ¿no hemos asimilado nuestros orígenes al parloteo de un dios charlatán? ¿Qué seríamos sin el lenguaje? (Subirats, H. “Desde el lugar del otro”. Filosofía y sexualidad. Editorial Anagrama. Pág. 70. Barcelona. 1993). El concepto nodal de lo democrático es la palabra. El sujeto histórico del sistema político es ese logos. El significante de la democracia es el verbo, el término, el vocablo, estos suaves y ligeros matices en que varían como significados, no dejan de estar inscriptos en el orden simbólico de la palabra, es decir de la, o de lo, político. La democracia, en la identificación con la política, no en la identidad dado que ésta como nos recuerda Eric Laurent es un vacío, no es más que palabra, que como significante, y tal como nos alecciona Jacques Lacan en la “Lógica del fantasma” no podría significarse a sí mismo y por ende, funge, mediante lo que representa o tras la representación. A propósito de tal seminario citado, escribe Enrique Tenembaum, en el artículo “El inconsciente es la política”: En una sola ocasión Lacan asevera que el inconsciente es la política. Lo hace en la “Lógica del Fantasma”. (Seminario del 14 de diciembre de 1966).  
Ahora bien, ¿Qué es un fantasma?.  En otro pasaje del artículo up supra mencionado de Tenembaun, refiere: “En un meduloso estudio sobre Hamlet, Carl Schmitt plantea que el nacimiento del Estado moderno surgió como un nuevo orden político al neutralizar las guerras civiles entre confesiones. En este proceso Hamlet se convertiría en el mito político de la Modernidad, opuesto a Edipo como aquel de la Antigüedad”.
Hamlet, es el fantasma político por antonomasia de occidente. La entidad fantasmagórica, interviene en lo real, o está presente en ella, desde otro plano, desde otra perspectiva, obliterando la posibilidad de que establezcamos una relación, bajo nuestros términos (es decir del orden de la realidad, de cientificidad, de logicidad o desde lo eminentemente normativo) y aceptando que sólo nos resta el juego, azaroso, de las identificaciones, pues construir una identidad, sería el que cómo mínimo, dejáramos de reproducirnos, cuando no, hesitar y perecer en tal hesitación, como decisión, lógica, de lo humano.
El inconsciente es la política por esto mismo, por su estructuración como un lenguaje, dado que en su identificación, devino en lo democrático, no sólo porque el  “significante no podría significarse a sí mismo” como nos alerta Lacan, sino que además porque mediante este orbitar, se libra o se trata lo reprimido, que siguiendo con el autor de “La lógica del fantasma” refiere:  “Lo reprimido: el representante de la representación primera en tanto que ella está ligada al hecho primero — lógico — de la represión”.
El fantasma, que podríamos decir, forcluido en un fantasma Lacaniano, reina en los tres órdenes, real, simbólico e imaginario, sin que permanezca en ninguno, pues es el que permite la ruptura, supuesta de la lógica del amo y del esclavo, el diapasón que disrumpe la lógica aristotélica y la formalidad cartesiana.
Claro, que no por esto, el fantasma Lacaniano, no deja de ser  un fantasma narcisista: “Creerse uno es una ilusión, una pasión, o una locura según las diferentes formas en las que Lacan ha podido nombrar el narcisismo” (Laurent, E. – “El traumatismo del final de la política de las identidades”).
En términos políticos y en conceptos, harto trabajados por ciertos magistrales como Arendt (La promesa de la política) y Derrida (Historia de la mentira), pedirle, exigirle, reclamarle, solicitarle, a lo democrático, a la política, y por ende a quiénes la representan (a ella, no a nosotros los ciudadanos  o el pueblo, como se prefiera) es decir a los políticos, nociones como la verdad, lo cierto o lo consciente, es cuanto menos histérico, sino propio de una conducta psicótica.
 Sí queremos comprender, entender, o incluso el imposible de cambiar, tal lógica de lo democrático, la encontraremos sólo sí en el ámbito de lo inconsciente, en ese no lugar que estructurado como un lenguaje, es lo otro que supuestamente se nos ofrece, mediante discursos armados, campañas prolijas y postureos de risas y gestualidades.
Incluso más, cuando nos hacen desear es cuando nos gobiernan, en el reinado del desierto de lo real (cuando nos quieren decir que no existen los fantasmas o que los han exterminado) lo político y lo democrático, se detiene, como en un paréntesis, para la venidera parusía de lo que nos redima, y esta es la razón por la cual, en términos políticos y metodológicos, lo único invariable de las democracias es el ejercicio, podríamos decir masturbatorio (dado que como mínima persigue placer inmediato) de lo electoral.
Democracia, política, inconsciente, y fantasma lacaniano son los distintos significados para el que el gran significante del voto, de la elección, de la libertad política, no se signifique así misma y nos brinde la sensación de que todo puede estar en movimiento, sin que nada se mueva, desde ningún otro plano, que la estructura con la sentimos, pensamos y de la que invariablemente desconocemos y no toleramos.

   


lunes, 2 de abril de 2018

La democracia y el parricidio.



“El padre de familia es el gran criminal del siglo” (Arendt. H)
La democracia esconde sus formas, maneras y metodologías totalitarias, en la perversidad engañosa de una aprobación, condicionada, por supuestas mayorías libres, que periódicamente, legitiman a un grupúsculo de privilegiados, que a gusto y piacere,  a diestra y siniestra, demuestran la condición líquida, difuminada de las leyes, que casualmente (en este ardid centra su energía nodal lo democrático, en que las reglas de juego parezcan de dominio público, cuando en verdad lo central se escribe en tamaño micro para los pocos que cuentan con lupas para detectarlo) siempre los benefician, perjudicando, por lógica a las mayorías que votan a sus victimarios.
La tipología del delito que comete para con su sociedad, podría entenderse como de crimines causae (delitos que se ejecutan por medio de varias acciones, cada una de las cuales importa una forma análoga de violar la ley para encubrir anteriores)  emparentado incluso, o aprovechándose de la continuidad jurídica del estado, al que no deja de vejar, tal vez corresponda a otras tipificaciones existentes o a crearse (en algún otro desarrollo teórico hemos propuesto la figura penal del “democraticidio”) de todas maneras, no es nuestro campo el de la penalidad, sino el del señalamiento, claro, prístino y contundente, acerca un diagnóstico cultural del que no podemos prescindir en caso de que queramos, desde el lugar que fuese, modificar algo, con el fin altruista o no, que fuere.
Retomando las consideraciones de Arendt,  una de las conceptualizaciones más deslumbrantes a la que arriba es la consideración de la “banalidad del mal”. Una suerte de justificación o de prescindencia de libertad, en la que muchos jerarcas nazis se escondieron, se agazaparon, para no reconocerse en la monstruosidad e inhumanidad de sus propios actos. Para evitar esta lógica de escalas, de gradaciones, estimamos, es que la autora llega a la genial conclusión de que el gran criminal, es además y no en verdad, el padre de familia, el modelo cultural entronizado. El encuentro de este límite de responsabilidad es el que permite señalar que más arriba no se puede apuntar, y que en definitiva, todos por acción u omisión fuimos y seguimos siendo responsables.
La complicidad democrática, para nuestra consideración, se evidencia en que cobija al criminal  en todas y cada una de sus acciones, sin que medie límite alguno en la consecución de las violaciones a la ley, que en este caso, serían a la propia condición humana (otro título de otra obra reconocida de Arendt).
Así como para Lévi-Strauss la prohibición del incesto es el único fenómeno que tiene una dimensión cultural como natural,  nosotros creemos que nuestra humanidad al menos debería entender como límite de su auto-vulneración lo que expresa Pedro Casaldáliga (candidato a Premio Nobel de la Paz, obispo emérito de São Felix, místico, poeta, uno de los líderes de la teología de la liberación y una figura internacional en la defensa de los Derechos Humanos) “Todo es relativo, menos Dios y el hambre”. Prescindamos del rol de sacerdote de Pedro, hasta su máximo pastor, el Papa Francisco, lo señala como la cuestión principal a resolver, la del hambre, la pobreza o la marginalidad.
Una democracia que se precie de tal, sea tal o no esconda, complícemente, al asesino del siglo anterior, a decir de Arendt, trabajaría en post de combatir la pobreza. La no realización de esto mismo, y hasta su perversa aquiescencia (la de declamar que se trabaja para erradicarla) no hace más que confirmar el gravoso encubrimiento que perpetra lo democrático, ante su figura cultural-simbólica, denunciada siglos atrás como el gran criminal de la condición humana.   
“La falta de legitimación, asimismo, de una justicia fundada en la equidad y la costumbre no sólo en los sistemas deónticos y positivistas para lograr una convivencia social mínima agravó la crisis de la democracia representativa, por lo que hoy parece haberse producido un desplazamiento de la universalidad de la ley a la omnipresencia del entretenimiento formal, del que no se sustraen el ciudadano convertido en un potencial elector y visto cómo ni las autoridades políticas reducidas al discurso del espectáculo. Ser ciudadano es limitarse a concurrir al acto eleccionario, el resto que lo hagan los políticos porque menos se averigua y Dios perdona. Este es el pensamiento que suele ser imperante” (Winkler, P. “El psicoanálisis como envés de la ley”. Revista Affectio Societatis, Vol. 8, Nº 14, junio de 2011)
 Esta es la razón por la que los políticos, acendrados en lo simbólico, reinan en los festejos o conmemoraciones protocolares, que cada tanto incluyen a los sectores que suelen tener que ver con cada una de las fechas a concelebrarse.
La democracia pasa a convertirse en un fenómeno ceremonioso, se rubrica tras lo sagrado y totémico de lo electoral (en donde hace rodar la certeza de que garantiza una libertad de expresión que no permite ni promueve, al contrario, la ocluye a la libertad de pensamiento y por ende a que estos, más luego, sean publicados, en un sistema comunicacional aterido de razonabilidad) se reduce a un imperativo categórico que solo nombra, performativamente.
“Están hermanados desde su origen en el Nombre-del-Padre, Padre-del-Nombre  forcluido o no, es decir, en el nombre que nos inserta o excluye del lenguaje y de la cultura. La palabra forclusión, como caducidad constituyen una parte de la terminología jurídica relacionada con la prescripción y el curso del tiempo en el ejercicio de los derechos. La autoridad, que no es sinónima del autoritarismo y requiere del reconocimiento social del otro (de los ciudadanos y habitantes de una nación), pues de lo contrario es carcasa vacía, debe poder ejercitar sus funciones políticas y sociales. En un mundo en el cual por la experiencia de tiranías y dictaduras de distinta índole, aquélla se encuentra sospechada desde el inicio y casi sin admitir prueba en contrario en la concepción popular, la sociedad deviene en soledad y corre el riesgo de transformarse en un sempiterno caos. El caos lo sufren los más visibles, ya que debido a sus escasos recursos no les es posible acceder a la vivienda, al alimento y a la educación, y si las instituciones no median por ellos, el malestar aumenta” (Winkler; pág.17).
Jacques Lacan el introductor del término forclusión en el ámbito psicoanalítico, planteó la estructura de la psicosis como efecto de aquello, bajo el significante del Nombre del Padre. En nuestros términos, o reintroducción en el campo político, ese significante es lisa y llanamente las reglas de juego.
Sea para habitar más placenteramente nuestra alucinación, o para salir de ella (aporía que no está en cuestión aquí) no precisamos cambiar de representantes o encontrar modificaciones accesorias, lo que precisamos es el cambio, radical y conceptual de nuestro ser en el mundo, tanto ontológico como, por ende, político.
La institucionalidad jurídico-legal que impuso como sistema lo democrático (La ley del padre), que en términos reales es votar, obligados por ley, escoger entre las opciones que nos presentan para que seamos gobernados, más allá de resultados, saludando y aplaudiendo, a estos padres quiénes nos prohibieron prohibir,  en nombre de una autoridad que está más en nuestra estructura psíquica que en las instituciones políticas, que en la realidad cotidiana de las redes o de las calles.
El próximo parricidio, simbólico, para establecer nuevas leyes o normas que dispongan un sistema organizacional más acorde con nuestra humanidad, provendrá, seguramente más del campo personal-analítico y como de allí se logre intervenir en lo público-político, que en sentido contrario de la manera en que se venían dando las disrupciones históricas que nos depara en nuestra realidad parroquial de cada una de nuestras democracias aldeanas que se pudren, lentamente, en la carroña de un dios, que deja morir de hambre a sus hijos, para regocijarse de su supuesta grandeza y heroicidad que no está en el plano de lo real, sino de lo imaginario, de un paraíso, de un más allá, de una de las tantas promesas que jamás podremos comprobar sí fueron desperdigadas con el afán del engaño o con la bonhomía de la credulidad, pero que deparan para nosotros, un mismo resultado; el ser los bastardos de un padre criminal, al que antes de ajusticiarlo, deberíamos enjuiciarlo para determinar qué responsabilidad y más luego, en el caso que se determine, penalidad le correspondería por sus acciones como por sus defecciones.
“El parricidio es, según interpretación ya conocida, el crimen capital y primordial, tanto de la Humanidad como del individuo. Desde luego, es la fuente principal del sentimiento de culpabilidad, aunque no sabemos si la única, pues las investigaciones no han podido determinar con seguridad el origen psíquico de la culpa y de la necesidad de rescatarla. Pero tampoco es preciso que sea, en efecto, la única. La situación psicológica es complicada y precisa de aclaración” (Freud, S. “Dostoyevski y el parricidio”. Obras completas).
Desear algo mejor que lo democrático ya nos convertiría en parricidas, por más que tan sólo queramos un padre que oficie de tal, sobre todo para con sus hijos, los pobres,  que más lo necesitan, que no casualmente son los que más lo vindican y vitorean cada vez que con perversidad (en las elecciones en lo electoral) se muestra para consolidar su cetro y espantar las posibilidades de ser juzgado, como su situación larga y humanamente ameritaría.