martes, 25 de diciembre de 2018

La necesaria homosexualidad de Jesucristo.


Dejando por sentado que tratamos la figura central  del relato bíblico, desde una perspectiva ajena a la religiosidad, y por ende, dispensándonos de las molestias que pueda causar el desgranar esta suerte de razonamientos y de pensamientos que ponemos en discusión, el planteo es claro, prístino y contundente. La no realización como hombre de Jesús (en el sentido patriarcal que se le otorgaba, o en ciertas latitudes se le sigue otorgando a la concreción de la masculinidad determinada en su razón de ser como progenitor y vinculado indiscerniblemente, mediante la sexualidad, con lo femenino o con féminas) se explica mediante la necesidad, de ese dios, su padre, como él padre, de transmitir una mirada, amplia y larga, del fenómeno humano, del que hasta ahora, la institución iglesia, y el significante religiosidad, prescinde.
Venimos leyendo desde tal oficialidad que Jesús, cumplió sacrificialmente su mandato como hijo, convirtiéndose de esta manera en el alter ego de cada uno de los que tenemos algún tipo de vinculación con el cristianismo, aunque más no fuese, culturalmente. Resulta imposible, no reparar hasta en las referencias políticas o sociales de una figura que multiplica comida y la reparte, que se las toma con quiénes lucran por el lucro mismo y que perdona a quiénes lo traicionan, en nombre de una humanidad, tanto pecadora como redimible, en caso de que sobrevenga el siempre a mano, arrepentimiento.
Se estudia también, trilladamente, al Jesús de los milagros, al que intercedió para sanar estados alterados de conciencia, al misericordioso, al justo, al de las parábolas, al de la resurrección, al tercer día entre los muertos.
En el estudio del Jesús histórico, se ha puesto el eje tanto en el contexto de su llegada, en la Romanidad en la que vivió, que actores secundarios como Poncio Pilatos, no sólo que traspasaron al olvido al que estarían condenados, sin la vinculación con Jesús, que hasta el derecho o el sentido de justicia se estudia desde la arbitraria decisión del romano, dado por ejemplo el texto “¿Qué es justicia?” del artífice del positivismo normativo, Hans Kelsen, quién inicia su libro citado con tal rememoración del momento histórico.
Algo similar ocurre con el Jesús literario, cuando Jorge Luis Borges narra la necesaria e imprescindible traición de Judas, para que el hijo de Dios, termine siendo quién finalmente es.
Cómo expresábamos y es la razón de ser del presente, sin que se pretenda tesis, hipótesis o mucho menos, arriesgada ventura del pensar.
Que Jesús sea presentado, tal como lo fue, sin una relación carnal con mujer alguna, evitando incluso o rehuyendo de la proximidad con la María Magdalena, que oficiaba como la representante de quiénes ofician de acuerdo al axioma “el trabajo más antiguo del mundo”, no es más que la demostración efectiva de la lectura más a mano que tendríamos de la manifestación de un hijo de dios en la tierra que ama a su próximo, a su igual, en una suerte de homosexualidad implícita, velada, sucinta y no tal como se nos impelió a que interpretemos su vida en la tierra como una suerte de apostolado vinculado a lo no humano o a su condición privilegiada en relación a terminar sentado a la derecha del dios padre.
Es decir, tendríamos una humanidad mucho más amplia y dispuesta a la comprensión, sí es que desde la moderna Roma, mediante encíclica próxima podría brindarse este giro hermenéutico. La importancia de contar con un Jesús, que encarará su humanidad desde esta elección, desde esta tendencia, fortalecería el ideario de familia tradicional, la que Jesús no tuvo, no eligió, no escogió, sea por propia decisión o por mandato paternal.
Creer que Jesús, se aprovechó de su condición de hijo de Dios y que por esta facultad privilegiada se mantuvo célibe y transitó sus días en la tierra desde esta posición de santidad, alejada del sentir y del desear humano, es pervertir a Jesús en su  concepto, es invertirlo, darlo vuelta, satanizarlo.
Necesitamos a un Jesús homosexual que brinde, a miles de año de su supuesta existencia real, un nuevo testimonio de que su obrar en la tierra no ha sido en vano, y que milagrosamente renace, en los corazones y en las mentes de quiénes lo interpretan más allá de las rígidas posiciones de las instituciones, que se dicen a su servicio o continuando su causa, pero que muchas veces se terminan pareciendo más, a las que decidieron su tortura, su calvario y su crucifixión algún tiempo atrás, del que parece que seguimos sin trascurrir o atravesar.


viernes, 14 de diciembre de 2018

El poder siempre es abusivo, más allá del género.



La discusión que orbita de un tiempo a esta parte, en ciertas aldeas occidentales, se oculta tras o debajo de la falda, del viejo estereotipo de lo femenino. Entendible y comprensible que así resulte, sin embargo, podríamos ir más allá del fenómeno de lo actual y del trauma  (de la herida) del ayer. Dentro de la pollera del significante mujer, estamos alojados tanto los que  abogamos, o las que abogan, sobre todo, desde una perspectiva de víctimas históricas, por una compensación o igualdad con respecto a lo masculino (muchos de los cuales, nos hemos aprovechado de tal privilegio o al menos no nos lo hemos cuestionado muy seriamente) como así también los que desde el nuevo pliegue de la escenografía del poder, pretenderán, seguir embanderados en el sexismo, cambiando o deconstruyendo la nominalidad del género, para revitalizar la disputa eterna, que se desliza mediante el poder, usando agonalmente a lo femenino contra lo masculino.
Aquí comienza la mezcla y la confusión. Buscadores de justicia, se mimetizan con quiénes sólo pretenden venganza, o en el mejor de los casos, continuar con la disputa real, entre el poder y lo que se revisten en sus pliegues, en sus bordes, ocultándose entre lo femenino y lo masculino, como meras máscaras de una lid que pervive en el  poder en su continúa disputa, de la imposición por la imposición misma, sin que esto pueda ser cuestionado u observado.
Ni lo masculino antes, ni lo femenino ahora, podrán ser constitutivos para un salto de calidad en lo humano, en la medida que no se propongan abordar al poder, pudiendo concebirlo sin su innatismo, abusivo que nos ha dejado y nos sigue dejando perplejos más allá de que vistamos polleras o pantalones, sea porque lo deseamos o porque nos lo impusieron desde un sistema cultural que muy agradablemente se cuestiona, muy a menudo, en sus formas, sus vestimentas, pero no su fondo o sus conceptos.
Los envases en lo que viene el intercambio, no pueden determinar hasta donde llegaremos con él, hasta donde pretendamos llegar. Posiblemente, tales límites, sean el territorio marcado desde el que no podamos salir.
Encerrados en el barrio, de la categoría género, en la manzana, en la circunscripción, de la genitalidad, finalmente perecemos en las cuatro paredes que nos determina en nuestra incapacidad por producir, una emoción que nos desborde de nuestra humanidad apocada, cercada, por lo que portamos para sentir y vivir nuestra experiencia de seres sexuados, limitados en el horizonte de esa complejidad que necesariamente, terminará en batalla, en enfrentamiento, por imponer, lo que se nos ocurra, sin que dejemos de ser unas meras marionetas de las tensiones del poder.
En definitiva terminamos, debajo de la pollera o del pantalón (de acuerdo a quién lo quiera ver y cómo) de la oblicuidad de ese poder, que se balancea y desbalancea, usando nuestros cuerpos y deseos para librar la batalla que pervive más allá de nuestras formas, de nuestras maneras, de nuestros envases, imposibilitándonos, llegar a tal posibilidad de preguntarnos, acerca de qué es lo que necesariamente busca ese poder, o qué buscamos con él, más allá del género en el que hayamos caído, del que nos percibamos o del que deseemos, o como nos llamemos o de quiénes seamos.
La disputa debiera ser con ese poder, con su tensión, con sus fines y determinaciones, sin embargo no nos da, en nuestros cuerpos ni de hombre ni de mujer, para que nos atrevamos a mejorarnos en nuestra condición de humanos.



  




sábado, 1 de diciembre de 2018

El deseo de la (de mí) madre.


Todo sujeto se las tiene que ver, en su complejo de Edipo, con el deseo de la madre, deseo que “siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre.” (Lacan, 1970, p. 118).
Corría el año 1984, a días de cumplir 4 años, aún conservo el siguiente recuerdo traumático: veo muchas piernas, zapatos, que se me cruzan, estoy cansado de caminar, de andar. Tengo sujeta una mano, por otra más grande, que ejerce fuerza hacía mi antebrazo con sus uñas. Cruzamos calles, avenidas, gente y más gente, o piernas y zapatos para mí horizonte visual. Llegamos a un negocio en donde venden tortas o cotillón. Era mi cumpleaños, no recuerdo de querer festejarlo, pero sí recuerdo cabalmente el querer que la torta que estábamos yendo a comprar tenga a los jugadores de Boca Juniors, dado que me reconocía hincha de ese club. Algo pasa, esos jugadores no están. Están los de River Plate, Mamá o el cocodrilo, cierra intempestivamente su boca. No sólo que ella es de Boca, el club, sino que jamás consultó o creyó conveniente que era propicio que me cambiara de club, a su antagónico además para una fiesta de cumpleaños en donde departiría con mis compañeros de colegio.
La foto o imagen que acompaña el texto (sin la cuál no podría entenderse esta verbalización de un trauma) no sólo es contundentemente ratificatoria, sino que además incluye a un actor secundario que está a lado mío. Como se podrá comprobar, las cuatro velas en la torta, son la prueba que cumplía cuatro años. Los jugadores de River Plate son también claramente perceptibles. El niño que está a lado mío, cumplía años el mismo día o uno anterior. Lo recuerdo perfectamente, dado que sí bien la institución educativa a donde me enviaron  mis padres, estaba al mando de los jesuitas, se entronizaba como un sitio de cierto status social (su ubicación geográfica en una de las principales avenidas de una Buenos Aires que despertaba de su pesadilla dictatorial). Al parecer de muy pequeño, se me desarrolló “conciencia de clase”, el niño de a lado, era el hijo del portero o de alguien del servicio de limpieza, si conservo tal recuerdo es porque así nos los hacían sentir. Su torta, que no sale en la foto, era casera, no comprada como se puede ver que era la “mía”. Recuerdo como me gustó su torta (al punto que hoy 34 años después, las tortas caseras, bizcochuelo y dulce de leche, básicas, sencillas, son mis preferidas) y como me desagradó la mía (comprobación que en la infancia es imprescindible la lógica binaria).
Finalmente, vinieron los regalos. Una suerte de aparición del azar. Venían regalos para él como para mí, los dos cumpleañeros, tan iguales como distintos. Le tocó un reloj, lo desee tanto como había deseado que se cumpliera que mi torta tuviese a los jugadores de Boca, mi club, y no los de nuestros antagónicos.
Así como me sucede con las tortas, me sucede algo contundente con el objeto reloj. No los usó, los he usado muy poco en ciertos intervalos de la adolescencia.
Sin embargo, recién ahora voy asimilando algo, por esto mismo, tantos años después lo comparto, a partir de esta reflexión verbalizada. Creo que deseaba fervientemente el reloj, dada su relación con el tiempo.
Era el tiempo, que necesitaba para salir de la boca del cocodrilo que representaba el deseo de mi madre.
Papá no lo pudo o no lo quiso hacer, dado que esta es la función arquetípica de todo padre, según el psicoanálisis: Dice Lacan (1992): “Hay un palo de piedra por supuesto que está ahí, en potencia, en la boca, y eso la contiene, la traba. Eso es lo que se llama falo. Es el palo que te protege si, de repente, eso se cierra.”  

Boca para mí significa no sólo haber salido de la boca del cocodrilo del deseo de mi madre, sino también mi último bastión en donde no cedo, ni mi libertad, ni mi dignidad ni mi elección. Por más que me vean para ese afuera de la manera que crean, no siempre, se encuentra en línea, consustanciado con mi adentro, ni ratificatoria ni adversarialmente.
Concibo el poder desde esta conceptualidad, desde esta experiencia. Fue la primera gran tensión que enfrente, con cierta conciencia en mi vida, en desigualdad de condiciones y solo.  Casi cuarenta años después descubro que me sujeté a lo único que podría haberme dado la posibilidad de ser sujeto, el tiempo.
Soy el de la foto, el de las palabras, sin que eso sea óbice para tener siempre algo más, que de acuerdo a cómo transcurrimos en el tiempo eterno, va decantando, se va develando, se va constituyendo, sin que exista poder alguno que lo detenga.