domingo, 24 de septiembre de 2017

Democrafobia.

El neologismo, o el término que viene siendo usado casi informalmente, por parte de ciudadanos occidentales del mundo que preocupados por el desandar del sistema político instituido, buscan resignificar o conceptualizar, el menosprecio o la escasa afección a la democracia de los que se dicen democráticos o los que formal y políticamente la representan (en término Lacanianos podríamos aducir: "El arte y la palabra suelen estar para velar la falta.") con la finalidad, precisa y obvia, de generar presencia, en el agujero de lo no democrático (sobre todo la criminalidad de que la democracia supuestamente garantice libertad y derechos humanos, a expensas de mantener a millones en la pobreza, la marginalidad y la exclusión) necesita de una definición precisa y taxativa. Por esta razón, en este único sentido, de un sendero que se nos impone (de lo contrario estaríamos obturando nuestra naturaleza humana, de salirnos de los automatismos o de los egocentrismos que sólo especulan con la acumulación idiotizante que es lo único que puede asegurar o garantizar esta democracia no democrática) es que apelamos, a los otros, la generalidad y solidaridad de los que somos en tanto otros, para desgarrar lo democrático, redefinirlo, interpelarlo, desmenuzarlo, estrujarlo, desenvolverlo, una y otra vez, resetearlo. Este es el único camino posible, para que la humanidad no abandone del todo su realización como tal. Padecer democrafobia es lo peor que nos puede pasar como sujetos colectivos, como sujetos políticos, como ciudadanos. Tenerle miedo a la palabra democracia, evitar criticarla, por una suerte de temor reverencial, de sacramento ante lo totémico y lo sagrado, no es más que continuar en una zona de confort que nos llevará como la fábula del sapo y del agua hirviendo, a sin darnos cuenta, agotarnos en la carencia absoluta de lo democrático como tal, por ausencia de una perspectiva crítica que la ponga delante de sus faltas, que la redefina para resucitarla, rescatarla del olvido indómito al que parece que la hemos sometido, en un oscuro rincón en donde duerme el sueño de los justos. Todos y cada uno de los aspectos que se vivencian de un tiempo a esta parte, en cada comunidad que se precia de democrática, y que últimamente, se recrudece, se multiplica en sus problemáticas, en sus indefiniciones, en sus traumas, en sus revueltas y en su crasa falta de mayor integridad como de razonabilidad, no es más que esto mismo, el señalamiento claro de la democrafobia que nos aterroriza, que nos paraliza que nos detiene, con pavor pantagruélico y que en caso de no tomar medida alguna para salir de tal y grave mal, nos terminará envolviendo con su mortaja, apelmazada de una cruenta y letal agonía, democráticamente funesta.
La democracia es palabra. Por el temor descripto, por el que padecemos a diario hasta para pensar en términos críticos lo democrático, hemos transformado a la democracia en número. Sólo interesa saber la cantidad delos que supuestamente apoyan una idea, una expresión, supuestamente colectiva o una individualidad envestida en supuesto ropaje democrático.
Debemos devolverle el sentido de la palabra, del logos, del concepto a lo democrático. El número, nunca pudo haberse constituido, como lamentablemente sucede desde un tiempo a esta parte, en lo basal de lo democrático, dado que la razón última de lo numérico, termina siendo la suerte o el azar.
Ponerle palabras a lo democrático, en los términos que fueren, enfrentar la democrafobia, es no el primer, sino el paso, dado que la cuestión numeraria, hasta podríamos dejarla para definir elementos secundarios que hemos transformado en primordiales, como la elección de representantes. Ir o no a una demarquía, podría ser un camino para redefinir lo representativo (existen algunas consideraciones teóricas acerca de esto mismo) sin embargo lo elemental o sustancial, es ponerle palabras, buscarlas, encontrarlas, inventarlas, escribirlas, compartirlas, hacerlas correr.
La democracia es antes que nada y por sobre todo, logos, palabra, concepto.



martes, 11 de julio de 2017

La selfie o el otro estadio del espejo en tiempos democráticos.

“El sentido es justamente lo que no es provisto por sí mismo, sino por lo otro; es en eso en lo que la metafísica, que busca un sentido más allá de las apariencias, ha sido siempre una metafísica de lo otro” (Rosset. C. “Lo real y su doble”, Libros del Zorzal. Buenos Aires. 2016. Pág.  79) ¿Qué buscamos al retratarnos mediante instrumentos inteligentes para luego multiplicar tal toma en las redes? ¿Acaso nos hemos detenido a preguntarnos acerca de esto? ¿Acaso nos preguntamos? ¿Cuánto de nosotros, es decir en concerniente a la toma de decisión, no le hemos cedido automáticamente, al apéndice instrumental que nos retrata una y otra vez, en un automatismo funcional que nos condiciona, tal vez a que no nos preguntemos, a que no nos cuestionemos, a que no pensemos, ni sintamos, sino que simplemente exterioricemos, que posemos, que vivamos en el postureo para haber pasado a ser ese otro de nosotros traducido en una interfaz o pantalla? “Privada de inmediatez, la realidad humana, queda naturalmente privada también de presente, lo cual significa que el hombre queda privado de la realidad a secas, si hemos de creer lo que dicen los estoicos, uno de cuyos puntos fuertes fue afirmar que la realidad sólo se conjuga en el presente. Pero el presente sería demasiado preocupante si no fuera más que inmediato y primero: sólo es abordable por medio de la representación, luego según una estructura iterativa que la asimila a un pasado o a un futuro en favor de  un ligero desfase que corroe su insoportable vigor y únicamente permite su asimilación bajo la forma de un doble más digerible que el original en su crudeza primera” (Ibídem. Pág.  67)
Recurrimos a la teorización Lacaniana acerca del estadio del espejo: “Al ocurrir el estadio del espejo el infante deja de angustiarse de sumo grado ante la ausencia de la madre, pasando a poder regocijarse percibiéndose reflejado, y, sobre todo, dotado de unidad corporal, de un cuerpo propio (al que identificará con "su" yo). El regocijo experimentado al observar su imagen es también un primer momento de sentimiento de placer con su cuerpo, sin la directa asistencia de la madre. Así el estadio del espejo revela la configuración del yo del sujeto. Como para que tal haya ocurrido ha sido menester el estímulo externo desde un semejante, Lacan deduce de allí que, en principio, inicialmente, todo yo es un Otro. Pero el estadio del espejo por sí solo, con la implicación de la madre o la función materna, no resultan suficientes para la subjetivación. Lacan deduce luego que se requiere un tertium, un tercero. Es la función paterna la que permitirá mantener la noción de unidad corporal del sujeto y luego el desarrollo psíquico que deviene a partir de esta primera percepción de unidad”.
La representación de nuestro yo, la segunda instancia, o para hacerlo algo complejo, lo otro de nosotros mismos, está en eso que dejamos de ser, en la traducibilidad de la selfie, de la toma, que nos toma, el artefacto, que nos ha enajenado, que tal como se profetizaba en diferentes películas desde “Al morir la noche” de 1945 hasta nuestros días, en aquella el muñeco domina al ventrílocuo en las actuales las computadoras o la inteligencia artificial, nuestro mundo o lo que hemos dejado que suceda con él, la dejar de intervenir en el mismo como nosotros mismos.
La retratación sistémica, la iteración de la selfie, no sólo que nos conduce a la afirmación psicoanalítica de la constitución del yo como otro, realizada en aquel primer estadio del espejo en la niñez, sino precisamente, en nuestro retorno, gozoso que se traduce en que pretendamos obtener los comentarios o las implicancias al socializar las selfies o autorretratos que nos toma el teléfono inteligente.
Es decir, tal como en la niñez, frente al espejo, la autopercepción nos brindó el reconocimiento del gozo, sin intermediación sobre todo materna, en la adultez, supuesta, ese otro en que nos traducimos, en que nos representamos, vuelve, mediante el comentario (sea positivo o negativo ) el me gusta o todas las opciones de respuestas que brinden las distintas redes sociales a las que el teléfono móvil (como una suerte de padre autoritario o narcisista) dispara al compartir nuestro acto gozoso, del autorretrato, la selfie o la foto.
Políticamente, dado que lo está en cuestión o en juego, es sí estamos eligiendo lo que nos sucede, tal como creemos elegir un gobierno o a nuestros representantes, el retrato, de lo que no somos, es decir la promesa, lo imposible de lo democrático, precisamente, funciona en ese no cumplimiento, en esa no realización. No constituimos un gobierno ni del pueblo, ni para el pueblo, sino una entelequia como doble, que sin embargo, es todo eso y más, la festejamos, la simbolizamos en el ejercicio electoral, la convertimos en fetiche. Las elecciones que se llevan a cabo en distintas partes del mundo, son las selfies, las fotos que socializamos, la imagen que nos da gozo de lo que supuestamente somos, a sabiendas de que no lo somos.  Nos ha dejado de importar que nos importe ser, ahora nos alcanza con vernos, más allá de cómo, cuando, donde y porque, consiguientemente nos importa nada, quien nos gobierne, como, cuando y porque. Tal vez, este segundo estadio del espejo, de habitar dentro de la interfaz, de habernos convertido en ese doble, nos evite la angustia de la muerte, no por nada tenemos gobernantes que nos dicen amar y trabajar por nuestra felicidad. No se trata de creer, sino de sentir, hemos dejado de desear para obtener el goce, a como dé lugar  y esta es nuestra gran tragedia en sí misma, a la que no podemos escapar desde la condición del doble, del autorretrato, del democrático supuesto.
  



miércoles, 21 de junio de 2017

El ser almibarado.

El almíbar es la sustancia que alumbra la sociabilidad del hombre. Tal como el líquido amniótico, o su predecesor o posibilitador, el semen, el almíbar también es una sustancia viscosa, espesa, pegajosa y gelatinosa, a diferencia de las primeras dos mencionadas, hasta ahora nunca analizada, en el sentido lato del término, que posibilita en este caso, que el sujeto, construya su yo simbólico, mediante el atesoramiento de situaciones placenteras,  que necesitan ser cosificadas, materializadas en números dulces, redondos, empalagosos, gozosos, que impiden la posibilidad, a quién queda embalsamado en tal puro placer, en determinarse en el deseo y la realización del mismo, o su camino hacia. El almíbar, como sustancia constitutiva, esconde tras su aparente bonhomía, el poder destructor de perforar, de atorar, de sepultar de una única sustancia al sujeto, encerrándolo en el plano de lo real, en donde consigue lo que quiere, el simple gozo, a costa de obturarle la posibilidad de seguir deseando y con ello de seguir siendo humano al sujeto encantado, que de esperma pasa a amniótico para terminar almibarado.
En este ciclo circadiano, el sujeto, deja de ser tal, y sólo se constituye en un mero ser biológico, en donde, a lo sumo será contemplado como tal, y en el mejor de los casos, tratado biopolíticamente, pero no subjetivamente, pues petrificado en tales líquidos, conservados en sus distintas espesuras, no se da la posibilidad de ser tal.
Sí bien, y tal como magistralmente lo detallara Jacques Lacan, con la metáfora de los nudos de Borromeo, cortando uno de los mismos se cortan los restantes, o como en la cinta de moebius, partís de un lugar le das la vuelta y volves al mismo lugar de donde saliste pero desde otro lado, la cuestión nodal, de nuestras democracias occidentales actuales, se puede apreciar más evidentemente desde este pliegue, desde esta perspectiva que se asoma desde lo almibarado de nuestra sociabilidad.
Bien podría decirse que el clivaje, para no ser traumática la escisión del hijo con la madre, debe realizarse almibaradamente, es decir, es el momento en el que irrumpe la sustancia, sustitutiva o complementaria de lo amniótico y seminal, mediante el rol paterno. Así como la prohibición del incesto es el principio de autoridad que trasciende la cuestión de género, e instaura un padre regulador, una regla que se masculiniza dado que en última instancia puede echar mano a la violencia instintiva para justificarse, a lo largo de nuestra historia el símbolo que logramos conceptualizar para cumplir o no cumplir una aceptación social, es el dinero, el billete, la teca, el contante y sonante, la tela, la lana, la mosca, la biyuya, la lata, la papota, la tarasca, o como lo quiera denominar. Esto es ni más ni menos que las distintas denominaciones en las que se desplaza la entidad simbólica de lo almibarado. La regla pasa a ser social, el padre, en su rol, no sólo que copula con la madre, que se sostiene en la prohibición del incesto, sino que además es el que consigue el dulce, el almíbar, la libada, la tajada, la porción de la torta, como también se expresa metafóricamente, en el accionar arquetípico de la succión que es en el plano individual y que en el plano social es la dinámica de la exacción. Las disputas últimas en relación a las preponderancias en cada uno de los roles desarrollados por géneros (hombre, mujer), no tienen que ver precisamente con la cuestión señalada del rol, que es precisamente la constitución predeterminada, como lo es, el juego, que encajan perfectamente como lo señalamos, o lo hubo de señalar el Lacanismo, con las figuras de Borromeo y Moebius, en las oscilaciones, que aportamos desde estas sustancias que no sólo han sido constitutivas (de hecho la vida misma proviene del agua y sin ella no sería tal) sino que lo siguen siendo, no solo a nivel individual, sino también social.
Este almíbar que permite la sociabilidad, que le garantiza al padre que se cumpla la ley de prohibición del incesto y con ella, todas las otras leyes que los padres simbólicos, mas luego dictaminan, a través de la política, debe ser en un proceso razonable de tiempo, escindido, nuevamente accionado el clivaje, para que el sujeto ya adulto, ya sujeto político, pueda experimentar la libertad, individual como política.
En estos períodos, es cuando la humanidad experimenta sus procesos de radicalidad cambiante, los llamados procesos revolucionarios, que son por lo general, en su mayoría, sangrientos, violentos o dolorosos, precisamente, porque prescinden del dulzor, se limpian de tanto almíbar y el descarnamiento, produce esta sensación de incertidumbre y desamparo, además de culpa y temerosidad de transgredir la regla de no tener regla y que todo valga (hasta en ese imaginario imposible el incesto y esto es lo que vuelve impracticable por mucho tiempo los periodos o momentos acotados de anarquía).
La filosofía así como la psicología para el individuo que busca o se busca en tal exploración de las palabras, se convierte en descarnada, en inservible, en impracticable, en enemiga de las cosas serias, de lo hacendoso, de lo importante, cuando se acendra en esta búsqueda que no es de lo verdadero, sino de lo descarnado, de lo enojoso, de lo despresurizado de las vainas de mielina en que se recubre el sujeto social, como para no sufrir, o para no temer.
La filosofía se transforma en un elemento a ser obviado, en ser encaramado en el almíbar de lo académico, de sus vanidades y complejidades, por un poder que está en uso de sujetos que no pueden, ni se animan a verse en su verdadera dimensión.
Los seres almibarados que construyen el gozo de que habitemos en un pacto social que siempre es perfectible, nos ofrecen más dosis del mismo producto, lo cual nos dispara a un paroxismo social que cada tanto, retorna, a un punto cero. En verdad al mismo punto como la cinta de Moebius, o se desatan todo los nudos, al desatarse uno, como los de Borromeo.
Sólo nos queda determinar en qué momento estamos, sí más próximos a barajar y dar de nuevo, de soltarnos de tanto almíbar, o aún resta para ello. Esta es la explicación de porqué, es el síntoma, de la importancia que cobraron los adivinadores modernos, los que auguran. Los encuestadores, los pronosticadores o gurúes de lo metodológico que nos dicen quiénes ganaran la próxima elección para que luego, tal resultado sea explicado por los comunicadores o analistas de tal fenómeno.
Esta es la razón, por la que cuando hablamos de la sinrazón de la razón entronizada, almibarada, aplacada por esta eruptividad de glucosa, los medios y canales se cierran a que estos planteos puedan circular con fluidez.
Somos seductoramente encantados, por quiénes decimos criticar, en tal lecho empalagoso, en donde dulcemente hemos rubricado la complicidad almibarada, seguramente, en un lento y progresivo camino sin retorno a una letanía de la que implosionará un nuevo orden que se ajuste a nuestras demandas como a nuestros límites que recorremos y recurrimos, una y otra vez, pero desde lugares distintos y con sustancias diversas.




sábado, 27 de mayo de 2017

¿Por qué los políticos en campaña no nos prometen más o mejor democracia?.

Podría constituirse en la prueba irrefutable que de la democracia lo único que realmente les importa es su semántica. El simbolismo, marcado a fuego, el totemismo que lo democrático, es la última playa en donde desembarca la razonabilidad humana. Una suerte de epifenómeno, que demostraría que existe un avance cierto e indiscutible de lo humano. La justificación de nuestras existencias errabundas, del arrojo sin ton ni son al que hemos sido sometidos, y que por no tolerar tal orfandad, creamos a partir de esta sublimación de lo negativo, el sentido, en política, la complementariedad, de que prevalecimos por sobre poderes dinásticos, eclesiásticos y militaristas. Somos derechos y humanos, porque nos decimos democráticos. En la reverberación de la semántica (de aquí que en los últimos tiempos lo democrático se juega en los medios de comunicación, porque sólo es un reflejo de una idea, de un concepto, cuya traducibilidad es un imposible) más allá de que seamos obligados, invitados, condicionados, a optar, nunca a elegir (sí así fuera deberían aceptarse las candidaturas más allá de lo partidocrático, o que el azar elija una cámara de representantes en donde todos tengan, realmente, las mismas posibilidades de ser electos) en un acuerdo tácito con la dirigencia que se nos ha instituido como el padre regulador, normativo, el amo disciplinante, nos prometen, consabidamente todo aquello que no nos van a cumplir, pero no lo peor, lo más significativo, o lo más evidente de ante quiénes estamos, es que no nos dicen, con quienes nos van a gobernar, bajo que parámetros, metodologías elegirán a sus equipos técnicos, a sus grupos de colaboradores, o como quieran llamar a sus asesores, colaboradores o quiénes sean que les ayuden en la tarea para lo que propusieron. La firma de tal cheque en blanco, para que a partir de la ratificatoria de mayoría, hagan y deshagan a sus respectivos antojos, se avala, se respalda, cuando, en la previa electoral, desarrollan todo tipo de promesas, para los diferentes segmentos en los que se divide una comunidad y arman y desarman, proyectos para cada compartimento, con la misma facilidad, que los niños construyen y destruyen castillos de arena.   
Les debería dar vergüenza.  Hacer campaña mostrándose como si fuesen hijos dilectos, de amos celestiales, que a ojo de buen cubero, solucionaran por inspiración mística, todos y cada uno de los problemas que se les puede presentar a una comunidad dada. Este abuso de los tipos de liderazgo Weberianos, se exacerba ante el carismático, que es hiperbolizado por una maquinaria pseudo profesional de consultores y marketineros, que a cada situación social o política, le encuentran su definición para Twitter. En ciento cuarenta caracteres el hambre de un niño, la falta de trabajo de un adulto, o las posibilidades de producción mediante un me gusta en Facebook o una foto en Instagram se resuelven, fatídicamente, claro está.   “Cuando Lacan en Vincennes habla de producir vergüenza no propone generar culpa ni fijar al sujeto a significantes amo; se trata, por el contrario, de que cada uno se anoticie del goce que está implicado en el uso que hace de los significantes que privilegia en su existencia. Es en esos significantes donde el sujeto encontrará su verdadera nobleza”. (Ortiz Zavalla, G. “Malestares actuales”. Aperiódico Psicoanalítico. Número 29).
El goce que deberíamos propiciar, es el de que podamos elegir, no al intendente, al jefe comunal, al alcalde, al gobernador, al presidente, al primer ministro, o la definición semántica que posea el político, ofrecido a ser ratificado por la mayoría. Esto es el engaño, desde donde nacen truncas nuestras esperanzas de una democracia que tenga que ver, con que los asuntos del estado se entrecrucen con las cuestiones que nos suceden. Estas personas, los candidatos, ya están elegidas, y no debemos dar importancia que así sea. Claro que tampoco tenemos que creer que las elegimos, como algunos nos pretenden seguir haciendo creer, como si además esto fuese positivo. Ya lo deberíamos saber, y de allí que tendrían que tener vergüenza y nosotros hacérselas sentir. No pueden gobernar para repartir objetos, o para implementar programas preestablecidos. Lo establece muy acertadamente el siguiente autor Panameño, a quién citamos para quitarnos el eje de monopolizadores de la palabra, y como muestra de que en cualquier parte del globo (el democrático occidental) nos sucede lo mismo: “A los y las gobernantes que les hemos delegado la gobernanza, son los que nos representan en los diferentes espacios públicos: nacionales e internacionales. En las últimas décadas hemos presenciado cómo ni tan siquiera nos pueden representar dignamente. El problema va más allá del moralismo de denunciar el buen o mal comportamiento de determinados funcionarios y funcionarias. El problema está en que nuestra “clase política” entró en una crisis irreversible de legitimidad. Aun así, en esas circunstancias, un alto porcentaje del populus, en particular al grupo más alienado, quiere ser como esa “clase política”, que está compuesta por varios sectores muy heterogéneos, por un lado lo que voy a llamar la “lumpenyeyesada” que es un elemento importante de esa “clase política” que no tienen cultura ni conciencia política, pero son un ejemplo fetichizado para amplios sectores del populus, así por muy banal que sea su gestión, tendrán un espacio en la “clase política”, a razón de que tienen un arrastre electoral alto, además tienen puestos públicos de relevancia por las mismas razones. Otro sector de ésta “clase política” son lo que Marcos Roitman llamaría “operadores sistémicos,” son aquellos que no necesariamente son un ejemplo fetichizado, pero que en buen panameño resuelven, habitualmente son los que usan el clientelismo como elemento cohesionador; son flexibles: por eso cambian de partido fácilmente o de estatus de independientes a partidarios en un abrir y cerrar de ojos, pero además, y más importante, son funcionales a los intereses de la élite dirigente plutocrática, siempre y cuando estén garantizados sus intereses. Por lo tanto, se requiere – y quizás por las fuerzas de las circunstancias acontezca – el surgimiento de nuevos líderes y lideresas políticas honestas, y un pueblo empoderado capaz de participar políticamente, que se enganchen con sus necesidades objetivas y materiales, en un medio en donde nuestra “clase política” cava su propia tumba. (Rodríguez Reyes, A. Debacle de la clase política Panameña).
La tumba señalada por el autor, es para nosotros la pérdida del poder o la muerte civil por parte de estos actores, que continúan ratificando, con estas actitudes, que no están pensando, sintiendo o viviendo una experiencia democrática, sino totalitaria, o sujeta a una dialéctica de amo y esclavo, de la cual no pretenden, ni para los otros, ni para sí, otros estadios que no sean estos, nefastos para una experiencia de libertad.
La muerte civil es en verdad una ficción jurídica, ha sido en algún tiempo de la historia, una especie de penalidad extrema que simulaba una especie de esclavitud moderna o al menos no tan antigua. Nunca se llegó a implementar en forma sostenida, pero asoma, cada tanto y por sobre todo en culturas feudales, como una suerte de acechanza para los que creen en el temor reverencial (los que se resguardan en posiciones de poder o ventajosas sobre otros, para esquilmarlos en sus capacidades, bienes o energías, abusivos que incluso transgreden la lógica filiar y se aprovechan de sus vástagos o familiares) de que el poder, que alcanzaron o que poseen, se le discurrirá de las manos, producto de la puja que llaman democrática, pero que es en verdad un mero juego estadístico, para ver quiénes reparten mejor la bolsita de mercadería, la dádiva, la prebenda, para los más necesitados, y las expectativas para los que logran tener algo en el buche, en la panza, en el estómago  y quieren no cambiar nada, sino se ellos quiénes también estén en la cúspide de la pirámide. El problema es que hacemos, con las piltrafas humanas que quedan desbastadas, destruidas, a merced de la muerte civil, que es ni más ni menos que el acabose existencial más no así la extinción física. El vagabundeo, errabundo, por parte de los que se creían actores indispensables e insustituibles de la cosa pública, instados a ubicarse en tiempo y espacio de lo que son y han sido es el fiel reflejo del lugar que verdaderamente ocuparon para los otros.
Estos sujetos deberían constituir una suerte de Sanedrín, consejo de ancianos o Senado Vitalicio, que guarde sólo para ellos, en tal ficción de la que nunca podrán salir sí es que no demuestran por motus propio voluntad para ello, este enmascaramiento de la fábula de la campaña permanente, de que solucionarán todo y cada uno de los problemas de los ciudadanos, que supuestamente dependerán de lo que hagan o dejen de hacer. Más allá de lo presupuestario, el sostener esta suerte de Panóptico de Bentham, donde nosotros, los que pretendamos una experiencia de gobierno, con más semejanzas a una democracia o como se la quiera llamar, podamos ver en tal edificio transparente, a estos  políticos en el delirio extremo de sus propuestas, de sus poses, de sus postureos, de sus mentiras inacabas e incomprensibles. Esta suerte de observador nos dará la posibilidad de saber que es a lo que podemos aspirar y que es lo hemos venido padeciendo.
La puerta de ingreso a tal lugar, el franqueo, el límite, para habitar uno u otro lugar es muy básico y sencillo. Pídale a su político que le hable de democracia, que le diga cómo cree que se encuentra, en caso de que así lo entienda, como la mejorara, como la hará más democrática. Un político que quiera hablarle de otra cosa, de acciones, de propuestas, de proyectos, de cosas concretas, no es un político, será cualquier otra cosa (podría ser desde un autómata hasta un charlatán, pero caracterizarlos es lo de menos) menos un político.

Un político que no hable de democracia, debería estar muerto democráticamente, debería estar confinado en el panóptico señalado, para que cada tanto, cuando tengamos tentaciones antidemocráticas, miremos tal lugar y observemos la anti humanidad y la anti política en grado sumo.

viernes, 10 de febrero de 2017

El juego del Fort-Da en lo democrático y la necesidad de redención.-

Tanto en su definición primigenia, o la que deriva de su etimología, la concepción de salvar, o rescatar, es perfectamente atinente a lo que precisa nuestra institucionalidad política occidental. También lo es en su vinculación con la referencia filosófica de la redención. Phillip Mainländer, sostuvo de tal forma su cosmovisión, que sintéticamente postulaba que la muerte de Dios había generado la fragmentación, la multiplicación, la diseminación de la energía existencial, o lo “nuestro” como fenómeno, que inercialmente pretendía retornar a la conformación de ese uno, de esa totalidad, y por la que, esa fuerza inmanejable, actuaría como condicionante, como regidora de nuestras posibilidades de libertad o de elección, generando con ello, sensaciones limitantes, cuando no angustiantes de lo humano. Sí trazamos la metáfora, el traslado de la elaboración del plano individual al colectivo, algo no muy distinto nos sucede en relación a nuestra democracia desde la perspectiva ciudadana. Son muy pocos, por no decir nadie, quiénes sin que tengan un provecho o un beneficio directo del sistema democrático, lo sostengan desde la razón o la emoción. La democracia desde al menos una generación que no genera otra cosa que la idea del mal menor, de la comparación, irracional y esotérica, con tiempos pasados en donde la humanidad ha probado otros tantos sistemas oprobiosos de organizarse, tan semejantes en resultados o peores que el actual, que precisa, imperiosamente de redimirse.
El haber detectado que en el tránsito del tiempo, en el devenir del acontecer, en el sucedáneo de lo cotidiano, tanto la representatividad, como la legitimidad, se dinamitan, se subdividen, infinitesimalmente tal como la partícula elemental, multiplicándose la posibilidad de perspectivas disimiles, que no puedan convergir en acuerdo alguno, en pacto ciudadano sostenible o contrato social que no fuera leonino o incumplible, es sin duda, uno de los frutos actuales que logramos cosechar, en el mismo nivel de certeza en como nos terminaremos de organizar políticamente una vez que redimamos a la democracia que la volvamos a su unidad de sentido, formal como conceptual.
Aquí se vislumbra un obstáculo metodológico, táctico, para arribar a esta finalidad estratégica. La sustentabilidad de esta democracia sin redención, de esta democracia angustiante o incierta, esta acendrada en un perverso juego de presencia-ausencia, que tiene como objetivo el esconder, el velar, aquel principio fundamental de la unidad que se hizo multiplicidad y que por tanto, busca, angustiosamente, volver a ese uno.  Esta suerte de ocultamiento encantado, tiene un propósito, como  aquel señalado a la técnica, para que mediante las reproducciones del ente, olvidemos al ser. A decir  verdad, o mejor expresado, ya investigado por Sigmund Freud, esta manifestación es contundentemente arquetípica.  En su observación que dio en llamar el juego del Fort- Da (En su texto “Más allá del principio de placer”), el padre del psicoanálisis, dio cuenta del proceso de elaboración que nos lleva a fabricar nuestras ausencias, como presencias rotativas, a las que siempre podemos echar mano, simbólicas, fetiches, o sacras, con la consumación de que sean sustitutas de aquellas que se nos han ido, dado que no aceptamos la finalidad en sí misma, el acontecimiento no sucedido, el desamparo de lo incierto, la noche inconclusa, la reacción ante el horror al vacío, o ni más ni menos que esa multiplicación ad infinitum que es la prueba fehaciente de la muerte de dios, entendido este como uno, como totalidad, como principio y fin.
Lo que tenemos como democrático se sostiene en todas y cada una de nuestras ciudades occidentales, gracias a las expresiones peores de lo democrático en nuestros representantes o políticos, que menos representan esa idea, o ese concepto de lo democrático. Esta es la razón fundamental, en este juego, arquetípico, inconsciente, del porqué, tenemos una calidad  democrática de la que nos vivimos quejando, a la que venimos criticando en un in crescendo que parece no tener fin ni finalidad. Mientras la presencia, la híper-presencia, que le garantizan a nuestros políticos, las extensiones de la técnica, mediante los medios de comunicación, las redes de información o socialización, y el aceitado engranaje que ponen en juego, sobre todo en tiempos de campaña electoral, cuando mediante los dineros públicos, se garantizan este omnipresencia, es cuando más tienen que hacernos sentir que tras toda esa multiplicidad de manifestaciones, que en verdad no son más que los nombres, apellidos y caras de los políticos, no existe más que la ausencia de lo democrático, tanto de su definición en sí misma, como de los valores, la tradición o la teoría democrática. “Es necesario que la Cosa se pierda para ser representada”, afirma con contundencia Jacques Lacan. Esa ausencia, mediante la presencia de sus consideraciones no democráticas, de sus postureos ególatras, de la puesta en escena de la feria de vanidades en que se ha convertido lo democrático, sostiene, refuerza y galvaniza el deseo de que alguna vez tengamos todo eso que nos dicen que tenemos, pero que sabemos que no es así. Podemos ejemplificarlo de la siguiente manera. En el caso de que de cierta forma, lleguemos a creer en la manifestación de que alguien nos diga, nos certifique, sin duda alguna, que existe algún tipo de vida en el más allá (y como es la misma)  o después de la muerte, las religiones dejarían de existir, tal como existen hoy, se modificarían en grado radical. La ausencia de certeza con respecto a lo que nos sucede una vez muertos, es la presencia que sostiene la fe, que es el motor esencial de las religiones y sus derivaciones metodológicas o dogmáticas. En tanto y en cuanto, la democracia, vaya significando, cada vez más, todo aquello que puede ser como expectativa, como finalidad desiderativa, como lo que llegar a ser alguna vez, será por imperio, de la ausencia de tal realidad, manifestada mediante la presencia de políticos que manifiesten una idea, poco democrática, alejado de lo democrático, en nombre de esa institucionalidad democrática.
Aquí se vislumbra con claridad meridiana la complicación gordiana y el grado de perversidad en que ha llegado el juego de presencia-ausencia y la necesidad que tenemos de redimir lo democrático, de salvarlo o rescatarlo.  La propuesta, a nivel filosófico, implementada por Mainländer, es de imposible continuidad. Al acabo de publicar su filosofía de la redención se suicidó, como capítulo final de su vida-obra que incluía el no dejar descendencia para contribuir a no seguir multiplicando la subdivisión que había trazado como síntoma de la muerte de dios, y su retorno lo más rápido posible a lo uno, mediante su propia aniquilación. Sin embargo, esto mismo nos puede llevar a comprender, las razones del porque en muchos lugares en nombre de la democracia se han llevado, acciones ipso facto, que generaron muerte, violencia y caos. Arguyendo, tal vez, que la última ratio es precisamente la sinrazón de los instintos más básicos que más nos alejan de nuestro ser cultural, consideramos sin embargo, que este sendero, ha sido y lamentablemente, aún para algunos lo sigue siendo, harto transitado, sin que nos haya conducido a que resolvamos, ninguna de nuestras disquisiciones estructurales más elementales.
Paradojalmente, mientras las sociedades se debaten en constituirse en más democráticas, más se estarán alejando de esto mismo. Las experiencias en la actualidad (o en ciertas comunidades occidentales) así lo demuestran, en un camino, que tiene un solo destino. La recuperación, la redención de lo democrático, que será otra cosa; otra cosa constituida tras la experiencia acontecida. Lo que dan en llamar democracia directa, participación ciudadana, estados asamblearios o deliberativos, avanzarán hacia perspectivas que dejaran de ser, esto mismo que entendemos como democrático. La presencia de estos nuevos elementos, pondrán en el fárrago conceptualizaciones, que nos harán sentir la necesidad de la ausencia, de aquellos que creíamos necesarios en su presencia o híper-presencia, es decir lo que se da en llamar clase política actual o los politocrátas a cargo del poder en occidente en los últimos años en nombre de lo democrático.
Por supuesto que este proceso no será lineal, ni ascético, ni claro. De hecho, ya ha comenzado, no lo es, no lo será y el solo hecho de pretenderlo ya se constituye en un error de concepto craso.
Todos aquellos que pretendan constituirse en partes hacedoras de este rescate de lo democrático, para que devenga en otra cosa, con sus manifestaciones, en el ámbito que lo consideren, hasta incluso, con posiciones, que puedan porque no, contener, la contundencia de lo silente, estarán contribuyendo, a este caldo de cultivo en el que nos encontramos, para multiplicar la presencia de nuestras consideraciones, ideales, utópicas, hasta confusas y equivocas, de lo democrático. Plantar, infinita e indefinidamente, en todos los lugares que sean un lugar, nuestros semblanteos acerca de la democracia, hará que surja la necesidad compensatoria, de que nos libremos, de que sintamos la pretensión de la ausencia, de esos que hoy, nos saturan con su híper-presencia, los que manifiesta o semánticamente, se definen como democráticos, pero que nos hacen sentir la necesidad de la democracia, pues no la llevan, ni la piensan llevar a cabo, al contrario, la someten, la sojuzgan y en nombre de ella, es que se benefician, personal e individualmente, a costa del perjuicio social y colectivo, para saciar sus deseos y ambiciones más nimias y sectarias, que nada tienen que ver, o muy poco, con nuestra condición de humanos. Independientemente de qué nos suceda, en ese más allá del que trata la religión como la filosofía, lo que nos sucede mientras tanto, es lo que define nuestra calidad de sujetos y eso es lo que está en juego y en valor. Determinar qué clase de bichos somos es la clave de nuestro desafío político colectivo. Ausentarnos de esta discusión genera la presencia de quiénes, falsa y perversamente dicen representarnos en sus viles beneficios. Estar presentes, es dar un testimonio, una reacción, sea cual fuere (preferentemente las que estén libres de violencia, dado que esta metodología ya ha sido probada) para que en esta multiplicidad de voces, de manifestaciones, encontremos la redención; la salvación, el dios político, la convergencia, que seamos todos y ni uno a la vez, sin que por ello, nadie sienta que no pueda manifestar lo contrario y no tenga la chance de ser escuchado y que le den la razón.  
BIBLIOGRAFÍA:

Freud, S. Más allá del principio de placer, O.C. T.XVIII, Amorrortu.

Lacan, J. El seminario, libro 1, Los Escritos Técnicos de Freud, Paidos, Bs As.

Mainländer, P. Filosofía de la redención. Traducción de Manuel Pérez Cornejo. Edición de Carlos Javier González Serrano. Xorki. Madrid.

viernes, 16 de diciembre de 2016

El malestar en los asuntos políticos y su condición siniestra.

El título hace referencia a dos de los textos más logrados de Sigmund Freud, el primero de ellos por su poder de síntesis y claridad conceptual, va tras la finalidad del ser humano en su doble meta de alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento, generalmente se lo traduce como malestar en la cultura o la civilización, y una conclusión bien podría ser; lo que sacrificamos en pos de no sufrir y la pregunta sí para evitar dolor, acaso no postergamos la felicidad. En nuestra política cotidiana sucede lo mismo, ¿acaso a expensas de evitar caer en autoritarismos, en regímenes absolutistas, no estamos absteniéndonos de tener o de exigir una democracia más representativa? O ¿Qué representa esta democracia? En el segundo de los casos Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante, amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente, bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos.
Para los que no son lectores especializados y para ciertos incautos, aclaramos que la cita que hacemos a continuación no quiere, ni tiene por objetivo, destacar lo sustancial del texto de Freud, sino lo que consideramos que es atinente a lo que deseamos transmitir en el artículo, Sigmund se pregunta y pregunta: “¿Por ventura no significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar en considerable número los años de vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos científicos y técnicos, aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocarril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal, y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar máxima prudencia en la procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cambio hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación?
 Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como la parte que en ello tenían sus condiciones culturales”.
Se nos dice que la democracia, en el período electoral, es la manifestación por antonomasia de la libertad política, dado que cada cierto tiempo podemos elegir a quiénes nos gobiernen.
La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente discursiva.



lunes, 12 de diciembre de 2016

Fronterizos de la política.

Los que antes te vendía indulgencias, ahora te venden democracia, con inclusión social, exclusión de la pobreza y seguridad en todos los sentidos, como si esto se pudiese lograr sin estar verdadera o psíquicamente fuera de realidad. Sin embargo los que trabajan en estructurar formas superadoras en el corpus social, son poco más que estigmatizados por expresar en el pensamiento la diferencia, que es ni más ni menos que la movilidad humana del raciocinio, para que la humanidad sea tal. Quienes habitan en los márgenes de la cordura colectiva (es decir quiénes no viven como el común, sino en la orgía de los excesos y las prerrogativas materiales y de todo tipo) sin embargo, se acusan entre ellos mismos de no tener la suficiente ropa en el bolso, a modo de metáfora como para caracterizarse negativamente como locos o fronterizos, temibles, de la política,

Aún existen ciertas células, anómalas que el corpus social, no logra domesticar, ponerlas al costado, o mejor dicho en el sótano de su embestida, que por más que cada tanto se las critique, no deja de ser un vagón, o varios vagones, de un único tren que nos da desigualdad e injusticias, pero también una supuesta certeza, de que tenemos un norte, de que vamos a un lugar, por más que no sea acá. La incomprensible, inentendible e inconfesable pretensión de ciertos díscolos, que plantean lo implanteable, lo que no está en la “agenda”, es la necesaria confirmación de la regla, de que el sistema que nos cobija, es tan amplio en sus libertades que ni siquiera repara en dar internación a estos locos sociales, a los que sentencia a la indiferencia absoluta para que decaigan en sus pretensiones, ni siquiera porque sean peligrosos, simplemente porque no se adecúan, no se disciplinan, no se alinean, forman parte a su manera, y eso no debe ser así, pues debe existir una sola manera, el resto de maneras, o de pretensiones de maneras, debe ser erradicada en el compendio de lo “normal”.  
El gran poeta Friedrich Hölderlin  termino loco, como otro Friedrich, alemán también,  Nietzsche (Uno persiguiendo una deidad griega, el otro abrazado a un caballo) como tantos otros, locos anónimos o suprimidos por una sociedad cruel y refractaria, el límite, el margen, la frontera, es la clave, la parusía del interprete que vela por el cambio sin que ser considerado una bestia, el político con ideas, vanguardista, que señala el camino, ni más ni menos. “He sentido el viento del ala de la locura” expresaba Hölderlin,  según piensa el Ingeniero y Filósofo  Paniker “Un  hombre libre queda relativamente inafectado por todo cuanto le sucede, desgracias incluidas. Dispone de un margen. Frente a un contratiempo, sabe que este margen le permite escapar al condicionamiento automático; sabe que de el depende que pueda desesperarse o echarse a reír; sabe que la mas profunda espontaneidad no arranca de nada.


La última identificación de un hombre libre trasciende al sistema de signos que llamamos mundo. El ser del hombre no puede comprenderse sin la locura, y la locura se encuentra en la frontera de la libertad. Los seres humanos parece que no existamos en tanto no aparezcamos en los medios de comunicación. Los nuevos rapsodas son los periodistas. La fama, la proporcionan los medios. Es una fama intrínsecamente efímera. El pensamiento débil nos deja a merced de los caprichos de la moda. Se cultiva ante todo la apariencia. Se sospecha que la realidad no esta en ninguna parte. Pero cuando la realidad se esfuma, también la apariencia se esfuma. Este es el meollo de lo efímero. Los medios de comunicación, con su inherente relativismo cultural, forman parte de un paisaje de discursos heterogéneos donde todo cobra el aspecto de la fragmentación, provisionalidad, vacío, eclecticismo. Bien; no importa. El nihilismo consumado del pensar postmoderno nos abre así lo místico”.

Vamos a nuestro texto “Lo Normal y la locura visto desde lo político y lo social”; para encontrar ese margen entre una locura posiblemente individual una falla si se quiere más genotipal u orgánica, a diferencia del empuje de lo social como secularización de la locura, como segmento de lo diferente, de lo otro del que carece del poder y lo pretende, lo que esta fuera de lo establecido.

Todo acontecimiento que involucre al individuo como ser social, debe ser analizado desde ópticas que contengan el conjunto de manifestaciones que hacen a la problemática A partir de este sagrado principio intentaremos interpretar de que manera en la actualidad, nominada cuasi universalmente como postmodernismo, (es decir aquello que está más allá de la moda o realizando una visión más historicista, lo que supera a lo moderno, creemos que inferir que este intento de superación; que está dado básicamente por la infinitesimalidad de los conceptos o una abrumadora contingencia dada para la elucubración de los principios que permiten el desarrollo de un sinnúmero de creaciones, sean científicas o de cualquier índole, pueden desviar nuestro objeto de análisis pero no por ello dejamos de esbozar un breve comentario a algo trascendente) en donde las visiones a cerca de las enfermedades mentales caen en bruscas confusiones, no sólo desde el abordaje profesional sino desde un amplio espectro social, en donde lo más problemático sea quizá en que hoy el concepto normalidad padece de una seria patología innata, agravada por una terrible infección adquirida.



A modo de agrupar con mayor precisión técnica y de comenzar con el análisis, nuestro propósito es el de; analizar la normalidad a través del pensamiento y el lenguaje (no sólo como procesos fisiológicos) ateniéndonos a una realidad social determinada (optamos por la Grecia Antigua, básicamente por su condición de generadora de las ciencias más abarcadoras) con el fin del que el lector traslade (con su pensamiento) y transmita (por intermedio del lenguaje en el sentido más amplio) sus conclusiones para diagnosticar con fehaciente precisión el estado actual del término normalidad.

El término normalidad debe su raíz al griego nomos, que expresa un significado de regla o norma, se encuentra fuertemente enraizado en una idea de ordenamiento social o para seguir con el griego de sofrosyne. Es de vital importancia considerar la fuerte dependencia que este vocablo posee con respecto a lo social, es decir su fuerte distanciamiento con lo individual. De esta manera nos encontramos con una aporía de gran antigüedad, la cuestión de la acción personal en cuanto a la interacción social.
Al situar este conflicto debemos dar un primer paso elemental , el hecho de descartar las patologías referentes tanto a la construcción del pensamiento (sea bradipsiquia, tradipsiquia etc) como a la forma ( ideas fuertemente arraigadas, ideas delirantes) ya que nuestro objeto de análisis pertenece a una esfera más general que el simple hecho de interpretar las condiciones particulares de lo que trata nuestra hermenéutica, es decir el considerar todas las perspectivas individuales bajo una crítica precisamente de todo lo que engloba a aquellas, es decir lo que significa realmente un estado de normalidad.
Al abordar la problemática in situ nos enfrentamos a otro particular inconveniente, el de considerar la causa, como condición necesaria, en un sentido Aristotélico que nos revele la génesis misma de lo que se muestra como pensamiento canalizado en lenguaje.
Los caminos son claros pero intrincados ya que nuestro planteamiento no puede recurrir a argumentos empíricos por la simple cuestión de que nuestro objeto es una construcción del sujeto que termina siendo objeto del primero.
Es de vital importancia nombrar de que manera el determinismo genético se encuentra entrelazado con el idealismo que plantea un concepto de libertad, dentro de este campo lindante con lo filosófico es necesario aclarar estas arduas cuestiones.
Lev Vygotsky (en su texto Pensamiento y lenguaje) critica tanto a Piaget (en su idea de pensamientos encadenados que parten desde el autista no verbal al habla socializada y al pensamiento lógico) como a Willian Stern (con su idea de personalismo) ya que dejan de helado las raíces genéticas del pensamiento y el habla y basan sus presupuestos en pruebas fácticas observables, el primero, y en construcciones teóricas, el segundo. Esta crítica no nos sirve dentro de nuestras consideraciones, ya que si bien, comprobado es el hecho de que las formaciones genotipales influyen directamente en una futura construcción de personalidad, resulta imposible predecir las modificaciones que podría ejercer el factor social, de esta manera nuestro circularidad de objeto–sujeto necesita una interpretación teórica, ya que la formación conceptual del término normalidad trasciende los límites fisiológicos y empíricos, trastornando tanto su ambigüedad en la definición como su abarcabilidad en la práctica.
Por tanto, y no es el caso de realizar un texto académico, no queda más que establecer con claridad meridiana, que desde un inicio y por todo el transcurso de los diferentes formas de concepciones filosóficas de la humanidad, la normalidad, hasta incluso asociada a lo orgánico o medicinal, (sobre todo después de Foucault), no deja de ser más que una etiqueta, utilizada por sistemas de poder, que imponen, cuando no, por discursos únicos, en realidad lo que debe ser (y no en el sentido Kantiano, sino sistémico) y no lo que es, desde un sujeto, que puede, pensar, amar, sentir y modificar sus propios parámetros como los ajenos, sosteniendo la construcción de lo no-normal o en realidad lo no establecido, que es ni más ni menos, que la consideración de la locura, por parte de los otros dominantes, pero que se traduce en el grito humano de la libertad en su máxima expresión, generando a su vez, expectativas hacia un futuro que se salga de lo establecido, permitido y normal.

El no normal, es un transformador innato, que debe cargar con la etiqueta negativa en su presente coyuntural, pero debe esforzarse por sostener sus principios e innovaciones a los efectos de apostar, no ya por él mismo, sino por parte de la humanidad que lo trasvasa, a un futuro probable y posible, donde las cosas se vean, se sientan, se lean y se interpreten, diferente.
En conclusión, dado que la idea es atribular de elementos positivos a quiénes pretendan un cambio para mejor, como síntesis podemos ofrecer a todos aquellos que tuvieron la posibilidad de leer el presente texto, pero no se dieron ni se dan la oportunidad de pensar; para los que tienen la posibilidad de transformar tantas cosas y se quedan en la pequeña, para los que el azar y la oportunidad los depósito en el lugar en donde sólo dejarán pasar el tiempo que los vuelva a su pútrida realidad, para los que hoy ostentan glorias ajenas y obedientes a la inercia, la cuestión es tan simple y compleja, cómo el canto de un pájaro que se pierde en la inmensidad del cielo o como el grito libertario que deja su huella en la historia de la humanidad, el peso de la pluma que destruye la fortaleza del arma más sofisticada, sólo se empuña en manos que sepan destilar la sagrada tinta, por más que por cierto tiempo estén manipuladas por torpes y toscas muñecas, un proceso tan natural y lógico, que esconde la mística y la belleza, cuando, luego de varios intentos, finalmente cae, seducida y embelesada en las falanges adecuadas, para que la historia continúe su excelsa escritura, liberada ya de las comas inexistentes y burdas, por más que sean necesarias.